martes, 14 de septiembre de 2010

ALGUNOS TEXTOS/PARTITURAS PARA LAS CONFERENCIAS DEL TALLER.
¿Qué hacer en el abismo salvo charlar?
[Fatrasies, variétés y otras ocurrencias del arte contemporáneo]



Fernando Castro Flórez.



“Afortunadamente no se trata de decir lo que aún no se ha dicho, sino de repetir con la mayor frecuencia posible en el espacio más reducido, lo que ya ha sido dicho. En caso contrario perturbamos a los aficionados”[1].




Flüchtige Notizen.
Uno de los manuscritos de Warburg, fechado en 1929, está titulado “Notas fugitivas” y en él trata de elaborar algunas hipótesis sobre la disposición de su atlas. Así enumera cuestiones como la Antigüedad Oriental, Grecia, Asia Menor, Sarcófago trágico, Culto (danza), Roma, triunfo y Mitra. Orden veloz o, en otros términos, transitorio, inacabado: sedimento de ideas que están a punto de estallar. Flüchting o fusées, recopilación de pensamientos erráticos o bifurcantes[2] con los que tal vez pueda hacerse una arqueología de la cultura. Lo que constituye el sentido de una cultura es a menudo el síntoma, lo impensado, lo anacrónico. Seguramente equivocamos el trayecto hermeútico cuando atendemos obsesivamente a la realidad impuesta como show pero también ahí late lo síntomático aunque sea de un trauma simulado. Vamos del reality show para cretinos a la autovalorización de los pícaros, comprobando que, en el terreno artístico y también en la moda, la protesta se convierte en espectáculo y, por supuesto, deviene mercancía. No cesan las exhibiciones de culpabilidad, descaradamente cínicas o tristemente vacías, en el reino mediático de lo infame e indistinto. Las mentiras han terminado por adquirir un valor inmenso en las tácticas del storytelling[3]. Tanto en la política como en la estrategia militar es obligado difundir noticias falsas[4], asumiendo, como hace Boris Groys, que los mass media no son sólo el canal de comunicación sino la máscara que oculta el vacío absoluto. “Nuestros dirigentes –advertía Susan Sontag- nos han informado que consideran que la suya es una tarea manipuladora: cimentación de la confianza y administración del duelo. La política, la política de una democracia –que conlleva desacuerdos, que fomenta la sinceridad- ha sido reemplazada por la psicoterapia. Suframos juntos, faltaría más. Pero no seamos estúpidos juntos”[5]. Lo malo es que, tal vez, la “comunidad venidera” sea la forma en la que estamos unidos soportando, mal que bien, lo indigesto o deambulando por una paisaje, literalmente, de naderías.
La meditación benjaminiana sobre el “carácter destructivo” ha quedado, en gran medida, obsoleta y, por supuesto, la flanerie no tiene ya carácter intempestivo sino, al contrario, es un elemento de la “cultura del ocio” que busca, antes que nada, matar el tiempo. Aquel desafío de los escaparates de los pasajes es el lejano fundamento genealógico de las horas placenteramente perdidas en un gran almacén de bricolage o en el infierno cool de Ikea. En el Living City Survival Kit de Archigram (expuesto en el ICA de Londres en 1963) se incluían, entre otras cosas, discos de jazz, Coca-Colas, copos de trigo inflado, Nescafé, una pistola, unas gafas de sol y la revista Playboy. El hombre ocioso sobrevive en el paraíso de los bienes de consumo, asumiendo importantes dosis de infantilismo e incluso llegando a encarnar el síndrome de Peter Pan. Hasta la violencia extrema adquiere un carácter bobalicón como sucediera con Lucas J. Helder, aquel estudiante americano que organizó una serie de explosiones de bombas para que dibujaran una luna sonriente.
El curador Johannes Cladders, en una conversación con Hans Ulrich Obrist, realizó un singular elogio de Willen Sandberg, el mítico director del Stedelijk Museum: “Decía que había que almacenar las obras de artes y sacarlas para exposiciones concretas y mostrarlas sin prisas. Había que renunciar a todas las convenciones institucionales que rigen la veneración por el arte, y tenía que dar la sensación de que se podía jugar al ping-pong en el museo justo al lado de las paredes con los cuadros colgados”[6]. Hemos llegado a una situación tal en la que parece que lo ortodoxo es quitar todo de en medio para que solamente quede, como gran panacea de lo “radical”, la mesa de ping-pong. Llegaremos, a base de esfuerzo titánico, a conseguir, como hacía Forrest Gump, jugar una partida solos, sin competidor, en una suerte de onanismo-lúdico. No será porque falta el ánimo para hacer una chorrada más. Casos sintomáticos hay en cantidad, como por ejemplo, el proyecto de Matthieu Laurette, expuesto en Notre Historie (París, 2006), que decidió tomarse al pie de la letra la indicación de aquellos productores que dicen: “Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero”; se puso a comprar sistemáticas ciertos productos en los supermercados y expresó su insatisfacción para que le devolvieran así su dinero y, como mandan los cánones comunicativos y de interacción relacional, trató de convencer a los consumidores para que siguieran su modélico comportamiento. Por supuesto era necesaria una materialización objetual o, para no andar con divagaciones, comercial de la “acción”: una escultura de ((cera)) que mostraba a la artista empujando un carrito de la compra repleto de mercancías, un muro de televisores que reproducían sus intervenciones en ese medio y ampliaciones fotográficas de recortes de prensa en los que se daba cuenta de sus comportamiento protestón. Un patético “cuadro de historia” en el que la monumentalización toma el cauce descarado del devenir fósil de algo pretendidamente antagonista pero absolutamente previsible.
Da la impresión de que hemos llegado a aceptar tácitamente que el arte es un sinsentido y el artista un inútil que es tanto más apreciado cuanto más innecesario es su trabajo[7]. Obsolescencia de lo absurdo y esfuerzos desmedidos que conducen a una exposición autosatisfecha de las reliquias de las “hazañas”. Las ocurrencias estéticas no tienen, ni mucho menos, el dramatismo heroico del trabajo de Sísifo. En última instancia, casi todo puede ser objeto de subvención y el gasto desproporcionado será la garantía de que lo correcto ha sido ejecutado. Basta comprobar que hay bastantes artistas que se dedican a hacer “papiroflexia” con billetes. Desde aquella “provocación” de Warhol de que una de las mejores obras imaginables era un fajo de dólares clavado en una pared como si fuera un cuadro a la invitación que en Centro Georges Pompidou se hacía en una muestra de 1991 a hacer una “obra de arte” fotocopiando un billete o un cheque[8], desde las inserciones de Cildo Meireles (Zero cruceiro o Zero dollar), a las piezas de Carlos Aires cortando, minuciosamente textos o palabras en billetes de euros a los fajos, da la impresión que se está produciendo un exorcismo de la precariedad, una exhibición de lo que falta o de aquello que puede, como todo lo es sólido, disolverse en el aire[9].

Quid pro quo. (A vueltas con el fetichismo).
El fetiche ciertamente es tanto un símbolo cuanto un síntoma neurótico, algo que favorece el despliegue de la perversión. Ya se trate de una parte del cuerpo o de un objeto inorgánico, el fetiche es, simultáneamente, la presencia de aquella nada que es el pene materno y signo de su ausencia: símbolo de algo y de su negación, proceso mental que puede mantenerse sólo al precio de una laceración esencial, produciéndose una fractura del Yo. El fetichismo implica tanto el gusto por no-acabado cuanto el proceso de la sustitución metonímica, que, por otro lado, es característico del arte del index. “En cuanto presencia, el objeto-fetiche es en efecto algo concreto y hasta tangible; pero en cuanto presencia de una ausencia, es al mismo tiempo inmaterial e intangible, porque remite continuamente más allá de sí mismo hacia algo que no puede nunca poseerse realmente”[10]. El fetiche es, en muchos sentidos, la revelación de una carencia[11], detrás de él está el horror de lo informe: la libido viscosa del freudiano análisis interminable o la “gelatina del trabajo humano indiferenciado” de la que hablaba Marx. En el fetichismo se introduce el enigma o bien un proceso de perversión: no hay una metáfora que sea sustitución de una palabra original. Estamos en la demora, en el aplazamiento absoluto. “A primera vista, diríamos que él ya no sabe lo que hace. Estamos ahora en una dimensión donde el sentido parece haberse perdido”[12]. El fetichismo habría nacido, según el psicoanálisis, en la línea divisoria entre la angustia y la culpabilidad, es la oscilación crítica que niega y afirma la castración. La conciencia de la falta que lleva al fetichista a preocuparse no tanto por la posesión del objeto cuanto por la organización ritual a instalar alrededor de él. Freud advirtió que se conserva como fetiche, “la última impresión percibida antes de la que tuvo carácter siniestro o traumático”[13].
Es manifiesto el interés del arte contemporáneo por el fetichismo incluso en la clave de su “deconstrucción”. El equipo curatorial El Espectro Rojo reivindica la dimensión crítica del fetiche al mismo tiempo que realiza una arqueología de la cuestión re-inscribiendo el momento primitivista, subrayando la dimensión neocolonial y, por supuesto, poniendo en primer término la operación materialista del arte[14]. Incluyen en la exposición sobre los residuos de la economía general dos obras de Karmelo Bermejo que pueden clarificar qué se esta queriendo decir: una se titula 3000 euros de dinero público utilizados para comprar libros de Bakunin para quemarlos en una plaza (2009) y está formado por toda la documentación necesaria (los tickets emitidos en la venta de los textos, la fotografía de la gran hoguera y también de las cenizas) y, obviamente, por las reliquias (las cenizas dispuestas en una vitrina), la otra obra, de idéntico literalismo, es Componente interno de la aspiradora del director de un Centro de Arte reemplazado por una réplica de oro macizo con los fondos del centro que dirige (2010) donde el electrodoméstico funciona como un típico redy-made (en un guiño filial a Jeff Koons) en el que la operación practicada tendría toda la visibilidad burocrática (el intercambio de mails entre el artista y el gestor del espacio expositivo estableciendo las condiciones del “contrato”) mientras que la pieza “sustituida” alquímicamente permanecería invisible para siempre. Resulta difícil aceptar que estas intervenciones tengan carácter crítico salvo que estemos abducidos por las estrategias cínicas que plagian, con una desvergüenza total, la forma de proceder de Santiago Sierra. Lo que está haciendo ese artista es documentar el gasto o, en otros términos, una vez que se convierte a Bataille en santo patrón, se perpetra una especie de fetichización del potlatch[15]. Hace más de dos milenios actor griego que hace más de dos milenios apareció en escena portando las cenizas de su hijo como si fueran las de Orestes[16], hoy aunque lo que veamos sea el resto de la combustión es bajo la perspectiva de la mistificación o del misterio, por emplear términos de Marx, de la mercancía.
Otra de las obras presentadas en Fetiches críticos es la serie fotográfica Untitled (2004), realizada a través de la galería Friedrich Petztzel de Nueva York, por Andrea Fraser. Se trata, según la nota de prensa editada, de “la continuación de los veinte años que Fraser lleva examinando las relaciones entre los artistas y sus mecenas”. Lo que vemos es el encuentro de esta artista con un coleccionista suficientemente joven que parece disfrutar con los besos caricias y desnudez de su pareja provisional. La obra plantearía, según afirma la galería de común acuerdo con Fraser, “cuestiones relativas a los términos éticos y consensuales de las relaciones interpersonales, así como a los términos contractuales del intercambio económico”. Como suele ser habitual, la carga interpretativa está depositada en el otro o pospuesta hasta que un crítico o curador, afectado o no por la paranoia, encuentre un número considerable de citas y pueda trenzar filiaciones y trayectos que, antes que nada, insistan en la “intensidad” de la cosa. Eso no apartará la impresión inmediata de que esta acción es más interesada que fetichista, carente incluso de la obscenidad que tendría que imponer. Para la mirada saturada de reality-show este acto sexual forma parte de lo ya visto; más pretencioso que deconstructor, ingenuo en la transmisión de la impotencia reflexiva, los documentos dan cuenta de la situación de una sujeto glacial, que habita, en términos de Mario Perniola, un espacio hiperestimulado. Sin duda, Andrea Fraser no carece de discurso ni de capacidad (esa es una de sus marcas de estilo) para pronunciar conferencias en los rituales artísticos, tampoco elude las preguntas cruciales como la de qué es lo que hace que una obra sea política; una de las respuestas posibles, según advierte esta creadora, es que todo arte es político, si bien surge el problema de que la mayor parte es netamente reaccionario, esto es, afirma pasivamente las relaciones de poder en las cuales se ha producido: “Yo definiría el arte político como un arte que conscientemente se propone intervenir (y no simplemente reflexionar acerca de) las relaciones de poder, y esto necesariamente implica las relaciones de poder en las cuales existe. Y hay otra condición: esta intervención debe ser el principio organizador de la obra en todos sus aspectos, no sólo en su forma y en su contenido, sino también su modo de producción y circulación”. Si aplicamos esta definición a la performance-encuentro-sexual que la propia Fraser realizó, resulta bastante problemático el concepto de “intervención” que formula. Podemos derivar, a partir de lo visto y de su obviedad, hacia la insistencia lacaniana insistencia en que no hay relación sexual o girar de forma obsesiva en torno a la diferencia (negada) en el fetichismo[17], proyectada en la inconsciente deseante de la compulsión que lleva a coleccionar, pero eso no ocultaría que estamos “simplemente reflexionando”.
“La voluntad –apunta Jacques Ranciere- de repolitizar el arte se manifiesta así en estrategias y prácticas muy diversas. Esta diversidad no traduce solamente la variedad de los medios escogidos para alcanzar el mismo fin. Es la prueba, además de una incertidumbre más fundamental sobre el fin perseguido y sobre la configuración misma del terreno, sobre lo que es política y sobre lo que hace el arte. Sin embargo, estas prácticas divergentes tienen un punto en común: dan generalmente por sentado cierto modelo de eficacia: se supone que el arte es político porque muestra los estigmas de la dominación, o bien porque pone en ridículo los iconos reinantes, o incluso porque sale de los lugares que le son propios para transformarse en práctica social, etc. Al final de todo un siglo de supuesta crítica de la tradición mimética, es preciso constatar que esa tradición continúa siendo dominante hasta para las formas que se pretenden artística y políticamente subversivas. Se supone que el arte nos mueve a la indignación al mostrarnos cosas indignantes, que nos moviliza por el hecho de moverse fuera del taller o del museo y que nos transforma en opositores al sistema dominante cuando se niega a sí mismo como elemento de ese sistema. Sigue considerándose como evidente el paso de la causa al efecto, de la intención al resultado, salvo si se supone que el artista es incompetente o que el destinatario es incorregible”[18]. Incluso los más entusiastas han llegado a sospechar que lo subversivo está desactivado[19].
En una mundo que, como le gusta recordar a Zizek, han manipulado genéticamente las alubias para que no generen ventosidades, es casi “razonable” que los artistas, como herederos de los niños destrozones, decidan realizar sus así llamados actos subversivos con el beneplácito y la subvención de las instituciones públicas o pensando, sin ningún sentimiento de culpabilidad, en la rápida comercialización de sus ocurrencias. Torres Campalans, aquel personaje inventado por Max Aub, pensaba en retratar algún día la esencia del arte por medio de una pintura de 65 metros que solamente contendría su firma. Aunque también sueña con “una pintura de acción directa, una serie de atentados que informen a la humanidad de que existimos, que queremos un mundo más justo”. La realidad exagera, en forma de farsa, la ficción y así las firmas han ocupado todo y el terrorismo estético ya ni siquiera necesita de zonas temporalmente autónomas cuando dispone del Bienalismo para propagar el (neo)fetichismo, sin sacrificio ni misterio. Las mercancías artísticas hablan e incluso se entregan a la verborrea, en una especie de “disolución filosófica” que no es otra cosa que una expansión amorfa de lo estético[20]; lo que dicen no revela, como sucede al final del capítulo del fetichismo de la mercancía de El Capital, las relaciones sociales de dominación[21], ni comprendemos que estamos ante “un objeto endemoniado”, antes al contrario la forma fantasmagórica está fosilizada, entregada a la cómoda instalación en la vitrina, en un quid pro quo[22] que hizo que lo esencial fuera el dispositivo, una vez más, de mistificación.

Cosas duras.
“Creo que el horror supremo del nazismo y las crueles matanzas de la Segunda Guerra Mundial fueron decisivas para un cambio radical de orientación al representar la violencia ejercida contra el cuerpo. Dejemos de lado ahora el universo proteiforme de la cultura de masas (cómics, pornografía y cine popular), que obedece a otra dinámica ideológica: en el seno de la alta cultura se tendió a mostrar la violencia mediante una especie de autocastigo ritual”[23]. No es infrecuente que la dimensión estética funcione como aquello que hace “soportable” lo traumático, una suerte de mecanismo de supervivencia[24]. Nos encontramos en una situación mediática en la que todos los pretextos son válidos para hacer del espanto una costumbre: la televisión, por ejemplo, se basa hoy más en la repulsión que en la seducción. Pero también la descripción sin lugar propia del arte presenta imágenes desgarradoras como sucede en la pieza Bringing the War Home de Martha Rosler, un collage en el que vemos a un niño vietmanita muerto llevado en brazos en un apartamento amplio y luminoso americano. Lo que en ese caso es montaje político se torna, con estrategias casi clonadas, cinismo del marketing en Toscani, el maestro del branding “escandaloso”[25]. La lógica de la culpablidad-compasiva (esa necesidad de provocar un sentimiento e culpa al mirar una imagen tremenda que, finalmente, sucede a distancia) es rentable en todos los sentidos.
En la dureza del arte contemporáneo no falta, ni mucho menos, el mecanismo del chivo expiatorio aunque sea fuera de la dinámica sacrificial y sin posibilidad de transitar hacia la razón judicial. Uno de los artistas que encarnó con más determinación el procedimiento autopunitivo fue Chris Burden, desde su prueba cuasi-chamánica de resistencia al encierro en Five Day Locker Piece (1971) al ya mítico disparo que hizo que ejecutaran sobre su brazo. Tal vez se trataba de una serie de demostraciones en las que el autocastigo solamente era algo que también se puede hacer[26]. Esos actos desaforados y verdaderamente peligrosos han generado, como era previsible, una corte de epígonos. Sarah Thornton relata un incidente tremendo que sucedió en la clase de crítica de UCLA donde un estudiante, vestido con traje oscura y corbata roja, “se situó frente al curso, sacó una pistola de su bolsillo, cargó una bala de plata, hizo girar la recámara, apuntó el arma a su cabeza, la amartilló y apretó el gatillo. Sólo hubo un clic. El alumno huyó del aula, y fuera se escucharon varios disparos. Cuando volvió a entrar, ya sin el arma, sus compañeros se sorprendieron de verlo con vida, y la clase prosiguió, tambaleante, con una lacrimosa discusión grupal”[27]. Este exagerado “homenaje” a la performance Shoot (1971) de Burden, llevó precisamente al artista californiano a dimitir de su cargo de profesor, tras veintiséis años, en la universidad donde se había producido el incidente. Censuró duramente la actitud de la decana de asuntos estudiantiles que no hizo nada y tomo la cosa como “puro teatro”. Sin embargo aquello era una violación gravísima de lo permitido, una acto temerario y, lo peor de todo, real. “No quiero ser –apostilló Burden- parte de esta insensatez. Gracias a Dios ese alumno no se voló los sesos, porque si lo hubiera hecho [ajustó su ataque al decano] tú habrías tenido graves problemas”. El que si parece que podía haber perdido la cabeza era Serge Oldemburg III el 28 de mayo de 1964 cuando en el Festival de Libre Expresión en un Centro de Estudiantes Americanos en París subió al escenario con un revolver y, con enorme determinación, realizó un disparo, a la manera de la ruleta rusa en su mentón, salvando, afortunadamente la vida al no estar la bala ahí. Esta pieza titulada Solo pour la mort ha sido considerada por Paul Ardenne el ejemplo perfecto de creación “extrema”[28]. Conociendo o no esa acción, Tania Bruguera, en una “conferencia” en el Fear Pabillion en la Bienal de Venecia del 2009 y Guillem Bayo, en una fotografía de su exposición Sin norte (2010), han repetido, de forma demencial o por puro afán de notoriedad, el gesto, “presuntamente”, suicida, aunque sin consecuencias fatales. De forma mucho más lúcida, en la película El club de la lucha, se revela la esencia violenta del sujeto en la escena en la que el protagonista se autoagrede en el trabajo ante su jefe[29].
A veces el tiro no se ejecuta sobre sí mismo sino apuntando a otros o a símbolos colectivos, como hizo Oscar Bony con una fotografía de las torres gemelas que habían sido perforadas por dos balazos certeros en una premonición del Atentado Fundacional del siglo XXI. El artista moderno ha sentido la tentación del terror con demasiada frecuencia e incluso se ha disfrazado como el delincuente; basta tener presente Wanted de Marcel Duchamp o las imágenes de Chris Burden disparando a los aviones en el aeropuerto o encapuchado como si fuera a cometer, de forma inmediata, el atraco a un banco o un atentado de consecuencias imprevistas. Mitchell ha señalado que el horror real de los terroristas suicidas encapuchados no es que haya una cara monstruosa oculta tras la máscara, sino que cuando se quite la máscara la cara puede ser la de una persona perfectamente normal, idéntica a cualquiera. La paranoia colectiva, evidentemente inducida por el poder, ha llevado a imaginar al terrorista como clon, algo perverso infiltrado desde la infancia[30]. El imperio del miedo no impide que se mantenga la fascinación de lo macabro. Ya Burke habló de la exposición pública de las decapitaciones como parte de lo sublime y Hegel en La fenomenología del espíritu consideraba que esas demostraciones de justicia crearon la verdadera igualdad entre los hombres. El crimen horrendo y el castigo brutal son parte de la historia emocional del sujeto moderno que pretendería guiarse por criterios racionales[31]. La biopolítica contemporánea no ceja en el empeño de servir, a todas horas, dosis inmensas de terrorismo, accidentes, testimonios de víctimas, detalles de asesinatos, juicios “paralelos” o incidentales, series con temática forense o centradas en la enfermedad, etc. Podríamos pensar que lo real-tremendo-catastrófico, la dimensión colosal del atentado, bloquea el proceder crítico, estamos literalmente embarrados de una “realidad” incapaz de generar procesos simbólicos[32], pero también tenemos que certificar que hay una proliferación de narraciones y lo que llamaría “efectos plásticos” que dan cuenta de lo que pasa, esto es, que tienen por materia y temática obsesiva lo cruel, las cosas más duras e impenetrables, eso que, como ya advirtiera, Platón en La República, es aquello que no queríamos ver pero que, finalmente, vence las resistencias y se convierte en un espectáculo que no termina por saciarnos.

Escatología obsesiva.
“¿Cómo dar a entender –pregunta David Nebreda- las sensaciones provocadas por mi sangre y mis excrementos? Sensaciones primarias de reconocimiento, de plenitud, de alegría, de ternura, de identificación lejana, de amor. Los he recogido y guardado; los he tocado, manoseado, he cubierto mi cara y mi cuerpo con ellos. Los he introducido en mi boca, los he conservado en secreto hasta el día de mi sacrificio. […] Mi sangre y mis excrementos, mis quemaduras, mi agotamiento, mi cuerpo y mi dolor, un dolor necesario y alegre, son los únicos elementos para establecer y reconocer la mitad de mi patrimonio”[33]. Este artista, a través de la esquizofrenia, hace algo más que llegar, en términos de Deleuze y Guattari, a la rostredad, convierte el semblante en una verdadera cloaca[34]. Ojalá fuera esta obra, por emplear un término que es casi un sinsentido, “optimista”[35]. Lo abyecto ha sido instutionalizado por las museística contemporánea y así han proliferado escenas del propio abandono, vitrinas llenas de pelos y trozos de uña cortadas, sedimentaciones de todo tipo de secreciones y humores, presencia normalizada de saliva, sangre y orina, enmarcado y pedestalización del esperma y los excrementos. Freud consideraba que los componentes pulsionales coprofílicos se han revelado incompatibles con las exigencias estéticas de nuestra civilización. Da la impresión, con los acontecimientos estéticos de las tres últimas décadas, que no tenía toda la razón. “Jamás la obra de arte ha sido tan cínica y le ha gustado tanto rozar la escatología, la suciedad y la porquería. Jamás tampoco –rasgo más desconcertante aún- está obra habrá sido tan querida por las instituciones, como en el hermoso tiempo del arte oficial”[36]. La estética del estercolero no es, insisto, marginal, al contrario, la carroña y lo inmundo están perfectamente catalogados y son fondos vertebrales de las colecciones permanentes de las instituciones que velan por mantener la (neo)ortodoxia del arte. Si en la música triunfó hace tiempo el ánimo grunge, literalmente, mugriento, y en literatura tuvo cierto impacto el dirty realism, donde lo escatológico tiene más seguidores y promotores es, sin ningún género de dudas, en las artes plásticas. Mierda de artista para todos: las latas de conserva tienen consumidores ansiosos[37].
Da la impresión de que el arte contemporáneo se sufriera, con demasiada frecuencia, el síndrome de Münchhasen, caracterizado como un conjunto de síntomas estrafalarios y dramáticos que difícilmente pueden reducirse a un cuadro racional y que, en última instancia, son el resultado de “una autolesión recurrente que el paciente practica con tanto ingenio y sigilo -¡y a costa de sufrimientos tan atroces!- que incluso los médicos más experimentados caen en la trampa”[38]. Regina José Galindo renuncia a la estrategia postmoderna de la seducción para asumir el sometimiento, esto es, la subjetivación construida a partir de la descalificación; tal es el caso de la acción, ejecutada en el 2005, en la que con un cuchillo “escribe” en su muslo el insulto perra. Ella recuerda, de forma cruda y sin retórica, que la mujer está siempre en el filo de la sublimación y de la abominación, del elogio y del escupitajo, allí donde lo habitual es la denigración o la drástica reducción a la nada[39]. Esta artista, con una determinación férrea, interviene en el espacio público, asumiendo riesgos inmensos para mostrar aquello que el poder preferiría que permaneciera oculto[40]. La obra de Regina José Galindo ha sido calificada como “confesional”[41] y tal vez sería mejor considerar que es, por un lado, testimonial pero, en su núcleo duro, es una encarnación conflictiva. Sus acciones muestran que el sujeto solo puede constituirse desde lo traumático, revelando, literalmente, las represiones y haciendo de la corporalidad el espacio para la sedimentación de la bestialidad del poder; enuncia, por encontrar una fórmula simple, la verdad al desnudo, como sucede en la acción El dolor en un pañuelo (1999) en la que estaba desnuda y atada en una camilla en una habitación oscura; sobre su cuerpo se proyectaban noticias de periódicos en los que se daba cuenta de la violencia sobre las mujeres, violaciones y asesinatos. Frente al compromiso crítico de ciertos artistas estaría la cantidad inmensa de planteamientos que no buscan otra cosa que el efecto espectacular. Por lo menos un farsante como Van Hagens acepta que su trabajo (esa fosilización de los cuerpos humanos para generar un show que no es ni siniestro) no está lejos del mundo de Disney o, por lo menos, de la cultura del entretenimiento[42].
Más allá de lo declaradamente truculento, prolifera una estética glamourosa que incluye los toques melodramáticos; en una fotografía de Sam Taylor-Wood vemos a Kate Moss, de pie ante el porche de una iglesia, con un velo y la mirada dirigida al cielo como una madonna mística deja caer una lágrima por el borde de uno de sus ojos. Cuando Barbara Kruger colocó la gigantesca foto de un niño tomando el biberón con la siguiente pregunta, inscrita con letras de molde “¿Quién escribirá la historia de las lágrimas?” no estaba esperando la escritura de Barthes ni la de Derrida aunque tampoco hacía ascos a toda la retórica proliferante de la teoría como camuflaje oportuno. Las preguntas capciosas y las perogrulladas, las consignas del radicalismo artístico y las reconstrucciones de la crítica institucional, ocupan, con toda tranquilidad, el espacio de la neutralización. Toda la pretenciosidad programática del postmodernismo, generando una textualidad descomunal precisamente cuando solo tendrían viabilidad los petit recits, tiene algo de ridículo, aunque, evidentemente, esa máscara de “rigor” (mortis me atrevo a apostillar entre comillas) no debe ser levantada so pena de poner en entredicho todo el montaje post-crítico. Dalí ofrecía, en un anuncio malvado, un medicamento que disiparía la melancolía y también la estupidez prosaica que asociaba al arte abstracto[43]: unas lágrimas “milagrosas” que ojalá fueran el antídoto al patetismo extemporáneo que nos inunda como un tsunami. No es fácil tratar las patologías mediáticas[44] ni poner límites a esa inducción a la espontaneidad que domina hoy el discurso de la televisión. El cinismo y la pasión[45] actuales generan, con prisa y sin pausa, mierda y, todo hay que decirlo, no siempre es de artista.

Hipnosis de lo real.
Godard afirma que no se trata de mostrar las cosas verdaderas, sino de mostrar como son verdaderamente las cosas, retomando a Brecht que en 1935 nombraba las cinco dificultades para decir la verdad: la inteligencia de al fidelidad, la moral de lo trágico, el sentimiento de urgencia, la voluntad de experiencia y el coraje de santidad. Ser realista en el arte implica, para el autor de Madre coraje, ser realista también fuera del arte. La pasión de lo real persiste en el arte contemporáneo tras aquella búsqueda (surrealista y en general propia de las vanguardias) de una “belleza convulsa”; nuestro “desobramiento” puede que no sea otra cosa que una continuación del pensamiento materialista y afortunadamente ateo que llevó, entre otras cosas, a una desacralización de la obra de arte e incluso a una descomposición de la idea romántica del artista[46]. Una época marcada por la biopolítica del miedo[47], en la que las ideologías, según declaran voceros autorizados, han “finalizado”, algunos procesos plásticos intentan dar cuenta de la vida precaria, reconsiderando el sentido de la comunidad pero a partir de la dimensión frágil de la corporalidad.
“El asco que produce un artista cuya práctica le ha conducido a la degradación y a la fealdad se transforma en irritación cuando descubrimos que su arte carece de mérito: es mera consecuencia de una limitación física, o bien de un capricho infantil extemporáneo, o, desde una óptica más severa, de un comportamiento asocial”[48]. Los accionistas vieneses exaltaban la “destrucción” como vía principal para la libertad artística y social. “No puedo imaginarme nada significativo allí donde no se sacrifica, destruye, desarticula, quema, perfora, atormenta, hostiga, tortura, masacra […] apuñala, destroza o liquida algo”, escribía Otto Muehl que en la película Muchacho mierda (1969) presenta actos de croprofilia de la misma forma que en 1967 su “colega” Gunter Brus se graba defecando en público. El compromiso casi chamánico en el arte del performance, esa especie de voto religioso[49], no hace ascos al asco mismo.
“El arte –decía Robert Filliu- es lo que hace la vida más interesante que el arte”, mientras Genet consideraba que la única que una obra puede conseguir es despertar la nostalgia de otro estado del mundo. Y esa nostalgia es revolucionaria. Lo cierto es que en el presente no late lo utópico sino más bien una mezcla de impotencia y decepción completa. Estamos atrapados po una morbosa hipnosis de lo real que acaso sea cómplice con la estrategia del desastre generalizado[50]. Finalmente la obsesión por lo real termina por carecer hasta de eficacia teatral[51]. No es ni siquiera un espectáculo vibrante sino una mortecina farsa propia de una sociedad de figurantes que acoge cualquier tontería con un aplauso pregrabado. La trivialidad en crecimiento vertiginoso es el resultado de un despojamiento pero también consecuencia de un gusto evidente por el artificio que, según André Bazin, funcionaba, con frecuencia, como la fuente del realismo en el arte. La estetización de la idiotez tiene una corte de seguidores, entre otros Christoph Schlingesief que presentó en Viene, durante los Festwochen del 2000 la acción Ausländer raus-liebt Österreich (Inmigrantes fuera de Austria) que consistía en que un grupo de inmigrantes, encerrados en un contenedor provisto de circuito cerrado de televisión, eran sometidos a un sistema de eliminación decidida por los espectadores según criterios de simpatía y antipatía. Da pena pensar que la comunidad venidera (“desobrada” en términos de Nancy) está materializada por los farsantes penosos de Gran Hermano. Ese es el terreno privilegiado de la anatomía del asco que nos define. No hace falta ni siquiera entregarse a la violencia, heredera desquiciadamente de Artaud o ansiosa de emparentar con el erotismo sacrificial de Bataille, porque lo decisivo es desnudar la intimidad, colaborar en la ceremonia mediática de la obscenidad y esperar que el mecanismo de la fama cumpla su promesa de tiempo pirotécnico. “¿Qué es lo inquietante? Antes que nada –apunta Barthes-, lo que no se proclama como tal. El arte de la inquietud, igual que Orfeo, no puede volverse hacia lo que dice, so pena de destruirlo”[52].

Esto no es un Todo a 100.
Una obra de arte puede servir, según parece para todo, incluso para cruzar fronteras sin miedo al guardián; tal es el caso de las cosas de Murakami que, según confiesa Adam Lindemann en su “fashion book” Coleccionar arte contemporáneo, publicado por Taschen: “Cuando empecé a buscar a mi alrededor arte joven, me atrajo un artista japonés que estaba adquiriendo importancia: Takashi Murakami. Sentí que Murakami era mi pasaporte; que su obra parecía diferente a cuanto había visto en la vida”[53]. En realidad este salvoconducto estaba, desde el principio, bastante sobado. Si tenía alguna virtud era que subía como la espuma en las subastas y que es lo suficientemente “infantilizante” como para no molestar a nadie. Los coleccionistas abducidos, como es lógico, por las cifras han aceptado lo que llamaré la Santísima Trinidad de la era de la Demolición post-traumática: Jeff Koons, Damien Hirst y el citado Murakami. Tobias Meyer, el vice-presidente de Sotheby´s Europa, llega a decir, en pleno éxtasis, que estos tipos, junto a Cattelan, Barney, Currin o Prince “son como atletas”[54]. Parece ser que su disciplina y vigor es incomparable lo que hace que, de momento, sea imposible determinar cual es la fecha de caducidad de sus mercados. Efectivamente, son estrictos productores de mercancía o, para ser menos impreciso, han aceptado sin asomo de vergüenza que lo mejor que se puede hacer es un bibelot o muchos para sacar tajada antes de que las vacas estén completamente famélicas. El uno monta un fake con una calavera diamantina, el otro hacía acrobacias sexuales con una porno-euro-diputada y el “representante” oriental ha decidido inventar la pólvora sin humo. Arte de un facilismo pasmoso, de espaldas a toda reflexión, ansioso colaboracionista de la espectacularización. Ni siquiera tiene la ambigüedad de lo que Sontag llamara lo camp[55]; la apuesta por la “provocación cursi” requiere de vitrinas y formol (o lo que sea) en cantidades industriales, simulacros de globos o flotadores y, por supuesto, muñequitos para matar el rato.
El universo Superflat de Murakami es la mejor materialización, no cabe duda, de la estética manga-neo-pop expandida. En sus cuadros e instalaciones aparecen setas con infinidad de ojos, figuras híbridas entre Mickey Mouse y Hello Kitty, flores sonrientes o pandas que, inevitablemente, suscitan la ternura de grandes y pequeños. Todo es brillante y banal. Comercial y calculado. “Murakami –escribe Eleanor Heartney- ha captado ese infantilismo de la cultura consumista y popular japonesa aunque no los suscriba. Algunos críticos perciben serios análisis sociales en sus obras, que exageran el materialismo extremo de la sociedad nipona”[56]. No tengo la impresión, ni mucho menos, de que este artista pretenda hacer otra cosa que algo “divertido” pero sin pretensiones “analíticas”. Aunque suele compararse su sistema de producción con la famosa Factory de Warhol, no tienen más parecido que el de la obsesión enfermiza por el dinero. La melancolía y ansiedad del camuflaje warholiano está completamente ausente en el infantilismo simulado de Murakami que carece también de la abismal perversidad de aquel. Porque no nos dejemos engañar por la moda aplastante: lo primero que se viene a la cabeza cuando vemos un montaje de este tipo es que se trata, estrictamente, de un fallero japonés.
El verdadero lugar de Murakami, si nos encontráramos a salvo del empantanamiento contemporáneo, es el salvapantallas, la carpeta, el pin. Hizo bien en colaborar con Louis Vuitton produciendo bolsos y complementos. Eso es lo suyo. Porque, a pesar de que hoy los voceros de las “tendencias del arte y el coleccionismo” digan que sus obras son lo mejor de lo mejor y que es necesario perder el culo por ellas, no puede negarse que su estética es equiparable a la de Agatha Ruiz de la Prada en el dominio de la moda. Cositas simpáticas pero insustanciales, valga la inoportunidad, hasta la saciedad. Como es lógico estas dietas hipocalóricas tienen numerosos adeptos. Sobre todo cuando más que un banderín de enganche ideológico lo que se agita es un fajo de billetes a la manera de la zanahoria del burro. En el vademécum Vitamina P se incluye, como es justo y necesario, a Murakami al que se elogia, de forma sucinta, por su imaginario psico-sexual y ultra-violento (sic)[57]. Creo que me he debido perder algún capítulo de este serial porque lo que soy capaz de entender de todo esto tan simplificado es que la realidad ha quedado recubierta por una escenografía que ya no es de cartón piedra sino de pulidos materiales. ¿Alguien siente miedo o se excita con las dentaduras afiladas de los muñequitos víricos o acaso la angustia retorna al contemplar Mushroon Bomb (2001)? En realidad se trata de un imaginario de pega, puro truco para gente que, por la razón que sea, se aburre. En esta constelación también giran otros artistas como Yoshitomo Nara o Chiho Aoshima. Tienen imitadores en todos los rincones conocidos del planeta sometido a la Bienalización. Una generación que, hablando desde la herida, creció escuchando la cancioncilla de Heidi y que ya se le había pasado el arroz cuando comenzó la narcosis, por ejemplo, de los Sims, tendría que conocer el regusto cansino de la superplanitud. Sin embargo, desde los comisarios estelares hasta los museos de campanillas surge un deseo mimético que obliga a exponer a Murakami no sea que caiga el anatema de antigualla sobre alguno de los árbitros de lo correcto. Prefiero, sin dudarlo, los Clicks de Famobil al merchandising de Kaikai Kiki[58]. Para jugar con aquellas figuritas no hacía falta la coartada de que todo surgiera, como ha declarado en el Guggenheim Murakami, de la visión atemorizada del Saturno devorando a sus hijos de Goya. Creía que el DOB era un subproducto estetizado del anime y del manga, una psicodelia en 3D pero resulta que las pretensiones eran otras. No puede sorprender que todo esté bajo la acotación del copyright. Lo malo es que esto no es un todo a 100. Con todo su esplendor, Murakami no es otra cosa que uno de los nuevos profetas de ese tipo de ornamentación delirante que a veces calificamos como kitsch[59] que no tiene que ser, como solemos suponer, el extremo de lo superficial sino que en ocasiones es algo “demasiado profundo”[60].

Humor “defraudado”.
En la exposición Cosas que solo un artista puede hacer (MARCO, Vigo, 2010), aunque la temática explícita era el humor, quedó demostrado que cualquier chorrada puede ser finalmente aceptada como algo “artístico”[61]. Mai Yamashita y Naoto Kobayashi recorrieron, tal y como puede verse en su video Infinity (2006) un mismo camino en un parque durante días para ver que pasaba comprobando como el césped se desgastaba y quedaba fijado el símbolo del infinito; Pietro Golia, invitado a la Bienal de Tirana decidió ir allí en piragua, atravesando el Adriático desde Italia; Xu Zhen recorre China atacando, con juguetes teledirigidos (aviones, barcos o tanques) las fronteras con Rusia, Mongolia y Myanmar; Gianni Motti recorre los 27 kilómetros de circunferencia, a cien metros de profundidad, del acelerador de partículas del CERN de Ginebra; Paola Pivi ha fletado un charter privado con 80 peces de colores (perfectamente colocados en los asientos con los preceptivos cinturones de seguridad en torno a las peceras) como únicos pasajeros, saliendo de Sydney para aterrizar en Auckland. Lo absurdo o estrictamente idiota inunda el arte de nuestro tiempo, especialmente cuando se acepta que lo extremo, como el disparo que recibe Burden, es una pura pura presentación que no quiere generar ningún significado[62].
“El humor deshace nuestras expectativas al producir una realidad nueva al cambiar la situación en la que nos encontramos. Los ejemplos son legión, desde obispos infantiles que recitan sermones aprendidos hasta perros, ratones y osos que hablan, profesores que pedorrean y bailarinas incontinentes, o la franca inversión lingüística: “Te esperaría hasta que las vacas volvieran a casa. Pensándolo bien, prefiero esperar a las vacas hasta que vengas a casa””[63]. Esperamos unas cosas y se dice otra: lo que nos hace reír es la expectativa defraudada. Freud considera que el humor permite a las personas evitar el sufrimiento, enfatizar la naturaleza invencible del ego ante el mundo real y mantener victorioso el principio del placer. La ironía sólo es vagabunda en apariencia, reconstruye la subjetividad poniendo en relación el desfondamiento del pensamiento con lo trágico. El verdadero devenir-loco convierte al yo en una hendidura, en ese momento el humor se muestra como el acontecimiento puro: toda profundidad y altura abolidas. Aparece un saber de la piel gracias al que se ponen en acción singularidades nómadas, al producirse un corte en el pacto lingüístico, intervienen en la obra como un elemento que no produce empatía, sino simpatía, esto es, diferenciación sin suelo en el que asentarse. Es evidente que el mecanismo de lo cómico es doble, nos reímos de los otros y lo hacemos, acaso, inconscientemente de nosotros mismos, asimilamos lo extraño y lo reducimos a algo superficial: paréntesis, desencadenante de una convulsión sin peligro. El cuerpo se agita en la carcajada, supera el ámbito de los conceptos, es la forma de lo sublime invertido[64].
Cuando Abbie Hoffmann el 24 de agosto de 1968 arrojó 200 billetes de dólar en Wall Street paralizando la actividad de la Bolsa durante seis minutos, había aprendido a tratar con los medios: “Esperé hasta que la cámara me enfocó mientras hablaba, y cerca del final de mi discurso moví la boca sin emitir sonido, formando la palabra “fuck” para aquellos que conocían un mínimo de lectura de labios”. Sugería una censura que aún no había sucedido. Los artistas contemporáneos tienen la certeza de que los museos no van, en principio, a impedir que digan algo “incómodo”, al contrario, incitarán victorianamente a que la perversión suba a escena. Vezzoli afirma, por lo menos con lucidez, que “la delgada línea entre arte y entretenimiento se va desvaneciendo lentamente”. Este artista está, literalmente, obsesionado por la repercusión mediática de sus trabajos, dando vueltas, en todo momento, a las relaciones entre celebridad y manipulación. En Democrazy contó con dos de los más importantes manipuladores políticos de Washington (Mark McKinnon y Bill Knapp) y les encargó que escribieran guiones hipotéticos para las campañas publicitarias de los dos candidatos presidenciales estadounidenses; luego Vezzoli reclutó a la actriz Sharon Stone para que “se postulara” por uno de los partidos y al filósofo francés Bernard-Henri Lévy para que representara al otro. Finalmente, instaló los vídeos en un cuarto circular con alfombra roja y paredes azules de manera que los candidatos parecían gritarse el uno al otro. El círculo vino a cerrarse cuando la revista Vanity Fair recogió esta propuesta distópica como parte de las cosas “interesantes” que suministra a su público.
No es infrecuente la combinación de ceremoniosidad e ineficacia, cuando se ha producido el triunfo humorísico de la ironía romántica: “no hagáis nada, sed alguien. En una palabra, haced un statement, alguien se cuidará del catálogo”[65]. Es, por emplear términos de Bajtin, la prodigiosa “catarsis de la trivialidad”. Mientras los asesores ejecutivos generan, en algunas empresas, una actividad calificada como “diversión organizada” que incluye innovaciones como “el día al revés” en el que se pide a los empleados que vistan al revés, o “el día del sombrero ridículo”, en los museos y las bienales domina el tono de comedia. “El secreto de la comedia es la inexpresividad –o la reacción exagerada, o la reacción inadecuada, que son una parodia de respuesta verdadera-. La comedia, tanto como la tragedia, opera con una cierta estilización de la respuesta emocional. En el caso de la tragedia, ésta se produce por una intensificación de la norma del sentimiento; en el caso de la comedia, por la subreacción y la reacción inadecuada ante las normas del sentimiento”[66]. Quizás el surrealismo sea la extensión extrema de la idea de comedia, pues abarca toda su gama, desde el ingenio al terror. Hay algo cómico en la experiencia moderna como tal, una comedia demoníaca, no divina, precisamente en la media en que la experiencia moderna está caracterizada por situaciones mecanizadas y sin significado, por procesos en los es evidente la falta de relación.
En el prólogo de La Gaya Ciencia, un libro en el que la tragedia es desvelada con inquietante desenvoltura, se nos avisa de algo que sucede al mismo tiempo: “¡Cuidado! Algo esencialmente siniestro y mordaz se prepara: Incipit parodia, de eso no hay duda…”[67]. Si la comedia puede ser, sin ningún género de dudas, uno de los mejores dinamizadores de la reflexión o, por lo menos, el acto que baja del pedestal lo mistificado[68], también se puede sacar partido, como hicieron según Jameson algunos artistas postmodernos, de la parodia del original. El peligro es que esa mímetización de lo parodiado puede acarrear, con facilidad, la impostura. Si el hombre que ríe puede estar atrozmente marcado[69], el parodista disfruta, sin apenas riesgo, jugando con las cartas marcadas.
Desde Duchamp el arte moderno ha elevado el objeto más simple a la categoría de obra de arte. Esa elevación es simultáneamente una desvalorización porque al “ser más que una cosa” el ready-made abre la puerta a que “cualquier cosa” sea mistificada en el pedestal de lo artístico. En cierto sentido retorna lo grotesco, con lo que tiene de “ornamental” y gratuito. Nuestro mundo amplifica la violencia y convierte al miedo en el último blasón de la vida emocional. Una imagen horrenda pero globalizada, la del hombre torturado con la capucha negra y cables conectados a sus extremidades[70], sacude al minimalismo pesante de Richard Serra de su amnesia. No basta con declarar, con el tono de la palabra hueco, que uno está “indignado” o apelar a la dimensión del asco. Eso incluso lo hizo el gobierno norteamericano. Es significativo que ciertas palabras no podían ser pronunciadas sino “citadas”, como si se estuviera practicando con astucia un juego metalingüístico: “Mi impresión –afirmó el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld en una conferencia de prensa- es que las acusaciones hasta ahora han sido de “maltrato”, lo cual me parece que en sentido técnico es distinto a “tortura”. Y por lo tanto no pronunciare la palabra “tortura”[71]. Incluso el perdón sonó, como suele ser habitual, a falsedad completa[72].
Desconcierta el interés de los soldados americanos por hacer circular las imágenes que les “implicaban” en las torturas. Tal vez imaginaban su participación en la guerra, definitivamente sucia, como si fuera un reality show. Acierta plenamente Hans Haacke con su fotografía The Stargazer: un hombre vestido con un mono naranja y una capucha azul sembrada de estrellas sobre la cabeza. Porque, con las anteojeras del “patriotismo” no parece que se pueda ver otra cosa que la bandera que sirve para generar entusiasmo delirante entre los nuestros y encontrar legitimidad para masacrar a los otros que no son otra cosa que malignos. En medio del maniqueísmo el sarcasmo encuentra singulares materializaciones, como cuando comprobamos que Blas, la pareja de Epi, en Barrio Sésamo es “malo”[73]. Al final la guerra sin cuartel y el terrorismo vírico nos llevarán a pensar que todo es un ready-made, en la completa anestesia ética, cuando el escaparate mediática nos ha decepcionado del todo.
Lo grotesco es el mundo en estado de enajenación[74]. Kayser señala que por mundo enajenado se entiende aquel que en un tiempo nos resulta familiar y confiado y de repente nos desvela su naturaleza extraña o inquietante. Esa descripción es exactamente la de lo siniestro freudiano. Si, por un lado, la lógica artística de al imagen grotesca “ignora la superficie del cuerpo y no se ocupa sino de las prominencias, excrecencias, bultos y orificios, es decir, únicamente de lo que hace rebasar los límites del cuerpo e introduce al fondo de ese cuerpo”[75], también es una experiencia de pérdida de la orientación, en la que lo carnavalesco, deja de funcionar como insurrección popular para dar cuenta de una especie de singular desubicación o revelar una condena vital, como si estuviéramos sujetos en un teatro de marionetas[76]. Aunque a veces parezca que actuamos en una renovada commedia dell´arte (con un abuso de máscaras y disfraces), en realidad somos figurantes de un culebrón inacabable[77]. Volvemos al arte boludo que, según Camnitzer se caracteriza por la no-emisión o, en otros términos, por la emisión minimizada de información. “Se trata de crear una obra que funcione en la frontera frágil entre la imbecilidad y la invisiblidad, sin caer ni en la una ni en la otra”[78]. Los políticos a veces “no aguantan más” y se quitan la careta para decir lo que verdaderamente piensan de los artistas, esto es, de esa cuadrilla de imbéciles[79]. Algunos aceptan esa interpelación ideológica básica sin excusas: soy yo[80].

Art is the theater of good fear
Frente a los que convierten la pintura en formas sustitutivas (Erzatzbildungen), quizá en coraza de protección de cara a los instintos destructivos, que en ellos consumen su existencia “ilegal” los deseos reprimidos por el principio de realidad, Jonathan Meese comprende que la pintura no tiene necesariamente que ocultar su afán de mostrar la heterogeneidad. No necesita refugiarse en la estrategia irónica ni ponerse los ropajes “cultistas”. Meese está convencido de que el arte tiene que ser más radical que la realidad, “de modo que los espíritus malignos no dispongan de ninguna posibilidad”. Este artista parece que no hubiera roto ningún plato si le contemplamos secando uno junto a una anciana a la que mira de reojo, aunque también da la impresión de que ahí puede pasar algo tremendo. En la mente de este tipo bullen toda clase de imágenes y declaraciones; lo mismo puede escribir “We are Bayreuth” que aproximar a Stalin y John Wayne, mencionar Hot Sushi, algo acaso indeseable, o pintar una Cruz de Hierro.
Stalin John Wayne. “El arte –apunta Meese- es algo independiente de la influencia humana, con su propio instinto, su propia realidad y su propia confusión”. Con evidente humor perverso e instinto de trasgresión genera una obra camaleónica pero no camuflada en la que es manifiesto el horror vacui. Sabe afrontar lo contradictorio y es capaz de tratar al mismo tiempo de eros y tánatos, del deseo, la historia y la ansiedad, de la opresión, la represión y la sublimación con una perspectiva de homo ludens[81]. Paul Klee señaló que el caos como antítesis del orden no es propiamente el verdadero caos, dado que este permanece siempre imponderable e inconmensurable, en cierta medida es el centro de la balanza. “El caos no es relativo a nada, no es lo opuesto a nada. Toma todo. Por tanto, él pone en cuestión ya desde el comienzo todo pensamiento lógico del caos”[82].
Meese rechaza el papel de “enterrador de la pintura” (sin auténtico trabajo del duelo) para el que, por cierto, hay candidatos de sobra. Tampoco está de acuerdo con el canon del “menos es más” o con un cerramiento de lo histórico; porque precisamente sus obsesiones le llevan tanto a la acumulación vertiginosa de signos y materiales cuanto a la turbulencia del pasado. ““Don´t let´s be beastly to the germans. Love Nöel Coward”, escribe con trazo grueso. En el ring, semidesnudo como si fuera un luchador de sumo convoca la infamia nazi o propone la danza de los dictadores, Hitler y Mussolini a la cabeza[83]. Se trata de una indagación visceral que le lleva, como hicieran Adorno y Horkheimer, a desentrañar el lado oscuro de la Ilustración, consciente de que, por recitar una frase goyesca, el sueño de la razón produce monstruos que hay que intentar exorcizar de alguna manera[84]. Frente a la tradición moderna de lo sublime y el regodeo en lo “inexpresable”[85], Jonathan Meese tiende a la ridiculización, llevando las cosas al extremo, exagerando sin miedo.
Basta citar alguna de sus declaraciones programáticas para comprender el entusiasmo intempestivo de Meese: “Art is the theater of good fear. Art is my tired baby face of love. Art is Dr. Fra Gnosisis. Art is light of speed. Art is light of power. Art is light of light. Art is the most neutral weapon of total hermetic”. El tono no es idéntico a aquel que le llevó a Nauman a escribir en neón “The true artist helps the world by revealing mystics truths” que era, lisa y llanamente, algo irrisorio o inverosímil. Jonathan Meese está convencido del poder revolucionario o mejor rebelde del arte, aunque su visión de lo que pasa le lleve a imaginar una escalinata de Las Vegas llena de muñecos mutilados, dibujos fálicos y esqueletos. Lo macabro (una estricta danza de la muerte) acompaña al tono sarcástico. Seducir y asustar o, por lo menos, provoca e incomoda como también hacen Franz West o Paul McCarthy. La multiplicidad creativa de Meese, que plantea una suerte de Gesamtekunstwerk en la que hay collages, fotografías, performances, esculturas, instalaciones y, por supuesto, pinturas, fue calificada por Harald Szeemann, a raíz de su participación en la Bienal de Berlín de 1998, como “confusionismo”. No está nada mal ese término, especialmente si responde a la dificultad que siente el crítico o el curator para encajar todo el desorden en su mentalidad hiper-burocrática. Habría sido, con todo, mucho más directo decir que las obras de este artista son tan desagradables como una cagarruta. En la discusión sobre la sesión del seminario lacaniano titulada “¿Qué es un cuadro?”, respondiendo a una cuestión sobre la relación entre el gesto y el instante de ver, de repente se ofrece un argumento que tiene algo de interpolación: “la autenticidad de lo que sale a la luz en la pintura está menoscabada para nosotros, los seres humanos, por el hecho de que sólo podemos ir a buscar nuestros colores donde están, o sea, en la mierda”[86]. Penoso consuelo el de este descubrimiento de que la creación es una sucesión de pequeñas deposiciones sucias, con independencia de que sea el paradigma de la frialdad o la reinstauración del fascinum que llama el psiconanalista “mal de ojo”. Cuando entramos en la escatología artística no podemos dejar de nombrar a Manzoni cuya mierda no está sencillamente “enlatada” (neutralizada, invisible, incolora e inodora, como el dinero), en realidad, está escrita, es el signo de un desagrado. Pero, como Barthes sugiriera a propósito de Sade, el lenguaje posee esa facultad de negar, de olvidar, de disociar lo real, una vez que se escribe la mierda no huele. Con todo, culturalmente el olor es lo innombrable y lo bello surge de la eliminación del olor, “concomitante al proceso de individuación del desperdicio y a su instauración en la esfera de lo privado”[87]. Hay una antinomia esencial entre lo excremental y lo estético (un non olet primordial), puesto que aquél se resiste a ser un signo. Y, sin embargo, los paladares acostumbrados a lo pompier y a lo “descafeinado” seguramente sentirán que la propuesta de Meese es too much, demasiado heavy y, sobre todo, tan escatológica que resulta “insoportable”.
Aunque el fracaso sea nuestro destino (algo que sabe de sobra un artista que ha encarnado múltiples personalidades y que se ha autorretratado como el anti-héroe) no podemos acertar que el arte sea una especie de gran máquina de soberanía castradora[88]. El pintor que ritualiza en un gran caos su sacrificio (esas “crucifixiones” de vértigo en las que lo pulsional destroza la posibilidad de una visión clara) no duda en afirmar, casi candorosamente o de forma burlona, que el arte es totaltotaltotal, porque permite que estén cerca lo más seductor y la cursilada sin asideros, lo abyecto y lo histórico: la mujer de belleza que pasma y el peluche que nos acuna[89].

El museo como musa.
El testimonio constituye, según Ricoeur, “la estructura fundamental de transición entre la memoria y la historia”. El museo que, tal y como le gustaba decir a Adorno, guarda con el mausoleo algo más que una relación etimológica, ha terminado por convertirse en musa del arte contemporáneo. Harald Szeeman no tiene duda al enumerar los momentos decisivos de la historia de la organización de exposiciones: “Boîte en valise de Duchamp (1935-1945) fue la exposición más pequeña; la que diseñó Lissitzky para el Pabellón ruso de la Pressa de Colonia en 1928, la mayor. Durante Documenta V, hice una sección de Museos por Artistas que incluía a Duchamp, Broodthaers, Vautier, Herbert Distel y el Mouse Museum (1965-1977) de Oldenburg; pienso que fue importante. El maestro de la exposición como medio es, en mi opinión, Christian Boltanski”[90]. Momentos fundacionales del arte hiper-museístico, de esa conceptualización que se repliega en la máxima institucionalidad. Una de las obras más conocidas de Michael Asher (realizada en 1974) consistió en quitar, en la galería Claire Copley de Los Ángeles, la pared que separaba la oficina del espacio para exposiciones, enfocando así la atención en la parte comercial que suele ser “invisible”. Este gesto de desnudamiento del espacio expositivo ha terminado por ser completamente académico cuando los museos decidieron acoger el discurso político (presuntamente) antagonista para generar, más que nada, desconexión[91]. A Vito Aconcci le molestaba el término “performance” (representación) por sus asociaciones con el teatro. “Odiamos esa palabra. No podríamos ni llamaríamos “performance” a lo que hicimos porque esa palabra tiene un sitio, y ese sitio, por tradición, es el teatro, un lugar al que se acude como a un museo”. Para los performers actuales, como Tania Bruguera, la única obsesión es la de ser integrados, de cualquier forma, en el museo aunque para ello tengan que hacer actos patéticos o infantiles como los de mear en una esquina del Pompidou o chupar una de las planchas de acero cortén de Richard Serra en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Ya Burckhardt hablaba de ein wahrer übergang aus dem Leben in die Kunst (“un verdadero paso de la vida al arte”). A pesar del acuerdo generalizado en que el arte es una cuestión vital lo cierto es que el tono contemporáneo es deprimente y funerario. En vez del tono apocalíptico, domina la escena una especie de retórica de las despedidas y de los finales pretenciosos. Birnbaum considera que la Bienal de Venecia del 2003, dirigida por Francesco Bonami, pero articulada por la participación de varios co-comisarios, entre ellos artistas como Gabriel Orozco o Tiravanija, puso fin a la Bienal como forma experimental[92]. Ese final, como reconoce el comisario, no supone el final de ese mega-género: tras el funeral los espectros aumentan sin cesar o, por recordar a Don Juan, “los muertos que usted mata gozan de buena salud”. Ni el museo es la tumba ni podemos detectar dónde se encuentran las barricadas. Según Clausewitz “la guerra aparece, ante todo, en el arte del asedio”. Cuando los “antagonistas” están instalados en el Olimpo Museístico no es necesario tanto oponerse a los museos cuando catalogar la documentación de sus gozosa “neutralidad”. También, en ese abismo de cartelas, luces y temperatura graduada, se puede charlar[93]. En voz baja, por favor.

Globalización del vacío.
Nicolas Bourriaud parece que está especializándose en lanzar ensayos breves en los que propone una visión de la época y, particularmente, de las tendencias artísticas con afán general o global. Desde Estética relacional y, obviamente, con las exposiciones que comisarió en el Palais de Tokyo junto a Jerome Sans, ha conseguido un prestigio internacional enorme. No me andaré con rodeos: tengo la impresión de que su discurso está, como el silencio de Marcel Duchamp, sobrevalorado. Aunque apela a la fragmentariedad benjaminiana o dice que las lecturas de Georges Bataille le enseñaron que “la exposición de un tema por jirones, una escritura fragmentaria y vagabunda, permite a veces delimitar su objeto mejor que muchos desarrollos rectilíneos”[94], lo cierto es que sus argumentos son bastante insatisfactorio, los ejemplos están en muchos casos traídos por los pelos y la capacidad de unir lo teórico con la experiencia de las obras de arte o su descripción ultra-rápida no termina de generar ninguna instancia crítica. Todo queda apenas apuntado, nada termina de concretarse, en una impresión de zapping mental en el que falta además esa pizca de ironía o sentido del humor que podría diluir el tono singularmente pretencioso. No hay, a pesar de lo que anuncia enfáticamente la editorial en la solapa de Radicante, nada de brillantez en ese texto, en todo caso lanza algunas hipótesis que no desarrolla con amplitud y enfoca, a la carrera, la obra de algunos artistas por los que tiene especial querencia.
Sin duda, Radicante es un libro apresurado y de tono menor, incluso comparado con Postproducción que, por lo menos, daba cuenta del momento sampleado de la cultura y de la situación de reciclaje que sirve como estrategia a tantos creadores. Anteriormente salpimentó, en su descripción de la relacionalidad, tópicos situacionistas pero sin el tono polémico originario con la constatación de que la comunidad como proyecto político era algo prácticamente intratable. Ahora pretende abordar la cuestión de la globalización tomando como punto de partida la caída del Muro de Berlín y la polémica exposición Los Magos de la Tierra. Con ciertas concesiones (mínimas todo hay que decirlo) a lo biográfico y deslices narrativos bastante torpes, revisita nociones como post-historia, post-modernismo, multiculturismo o hibridación, proponiendo frente a ellas una altermodernidad que es capaz de describir con claridad. El presente, la experimentación, lo relativo y lo fluido son las características que Bourriaud defiende justo en el momento en el que define la tarea: “imaginar lo que podría ser la primera cultura verdaderamente mundial”[95].
No faltan fórmulas que pueden funcionar como un slogan o una frase para una camiseta: “ya no existen tierras incógnitas. Vivimos en la era de Google Earth”[96]. Recoge el data de que unas 175 millones de personas viven fuera de su país natal y a partir de ahí comienza una cantinela sobre la movilización, los desplazamientos y lo que se permite llamar “éxodo” o incluso “exilio”. Es bastante patético que se confunda el turismo con la diáspora, lo que Néstor García Canclini ha llamado arte-jet[97] (al que sin duda Bourriaud pertenece aunque pretenda camuflarlo) con la cruda experiencia de aquel que tiene que jugarse la vida en una patera. Aunque cite la creolización de Édouard Glissant, lo hace en un marco de completa tergiversación, arrojando a la basura la dimensión política y de absoluta desigualdad que tenemos que reconocer en los distintos modelos del “viaje”. No es cierto que sean únicamente las raíces como pretende este pensador “débil” ni todas las prácticas artísticas que describe son propias del semionauta.
En este texto de corta y pega, introduce una digresión sobre Víctor Segalen, concretamente el Ensayo sobre el exotismo, donde propone una “estética de lo diverso”. Finalmente la cosa consistiría en “viajar para volver a sí mismo”. Así el pensamiento radicante entendido como la organización de un éxodo tendría como base la certeza estoica de que podremos replegarnos en un juego sofisticado y, además, políglota. Da por sentado que la deconstrucción colonial contribuyó a reemplazar un idioma por otro, limitándose el uno a subtitular el otro, “sin empezar el proceso de la traducción”. Es muy difícil saber a qué se refiere Bourriaud con reflexiones tan vagas y carentes de rigor. ¿Ignora acaso que la deconstrucción, como apuntara Derrida en su “Carta a un amigo japonés”, es precisamente la cuestión de cómo traducir cuando se ha producido la destrucción de la metafísica? Si uno ignora la crítica del monolingüismo efectuada por ese filósofo y no ha leído, por ejemplo, su ensayo sobre Joyce y lo babélico, puede soltar cualquier parida de forma impune. También cabe la posibilidad de ridiculizar los “cultural studies” al denominarlos “cacofonía impotente”[98] sin tampoco demostrar, en ningún momento, que se tiene la más mínima noción de lo que allí se propone.
Al recurrir a la teoría de la precariedad cobra conciencia de que estamos en el momento de la obsolescencia planificada. Los propios textos de Bourriaud forman parte de ello. “Nada resalta porque no estamos comprometidos con nada realmente”[99], apunta hacia la mitad de este libro descoyuntado. Tal vez él piense que baste con citar, en una sola página a Bauman y su modernidad líquida, Beck y la sociedad del riesgo, Zizek con sus identificaciones múltiples y Michel Maffesoli dando cuenta del periodo politeísta, ecléctico y pluralista, para que ya esté suficientemente diseñada la identidad en movimiento[100]. La diferencia entre lo que denomina “universo radicante” y la postmodernidad no es, ni mucho menos, evidente, como tampoco encuentro nada nuevo con respecto al rizoma o la nomadología de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Bien es verdad que, insisto, Bourriaud actúa como un propagandista light y le basta y le sobra con soltar algunas consignas (“vivimos en el universo Apple”) y nombrar artistas más o menos interesantes (obsesivamente a Tiravanija que parece la salsa adecuada para todos los platos). La conclusión de todo este tour operator es que el arte contemporáneo tiene un proyecto político coherente: “llevar a la precariedad al núcleo mismo del sistema de representaciones por el que el poder genera los comportamientos, fragilizar cualquier sistema, dar a las costumbres más arraigadas el aspecto de ritual exótico”[101]. Para alguien adiestrado en el Bienalismo y que piensa que el museo ya no es un aparato predominante puede ser suficiente con decir tamañas perogrulladas. Para ese viaje no hacen falta alforjas y, tampoco, es preciso deformar o malinterpretar descaradamente casi todo. Ni siquiera el gesto de “santificación” duchampiana aplaca la sensación de que este ensayo encarna algo peor que la precariedad: la cruda y estricta vaciedad.

El derecho a no decir nada.
Recordemos el gran tongo de Florida en las elecciones presidenciales norteamericanas del 2000. Un par de cientos de votos “decidieron” quien sería el presidente. Finalmente Al Gore aceptó la situación que era, por decirlo suavemente, escandalosa. En las semanas de incertidumbre que siguieron a las elecciones, Bill Clinton hizo un apropiado y mordaz comentario: “El pueblo estadounidense ha hablado; es sólo que no sabemos qué ha dicho”. En realidad no había ningún mensaje detrás del resultado. En el capitalismo caliente[102] (incluso podría calificarse como “recalentado”) no faltan dispositivos adecuados para la masturbación multimedia. Si en la “teoría crítica” pretende contestar con la fluidez radicante a los herederos del “there is no alternative” pronunciado como un mantra por Margaret Thatcher, los políticos, aprovechando la enigmática crisis para desmantelar lo poco que quedaba del Welfare State, entonan discursos “esperanzadores” tomando, lisa y llanamente, a los ciudadanos por una panda de cretinos.
La televisión está embarcada en una consolidación del patetismo, acribillándonos con charlas sin sentido, "cantidad de dementes, de palabras e imágenes. La estupidez nunca es ciega o muda. Así que el problema ya no consiste en que la gente se exprese, sino en proporcionar pocos resquicios para la soledad y el silencio en los que quizás acabaran encontrando algo que decir. Las fuerzas represivas no impedirán que la gente se exprese; más bien la forzarán a hacerlo. Qué alivio no tener nada que decir, el derecho a no decir nada, porque sólo entonces existe una posibilidad de enmarcar lo raro, o incluso lo más raro, lo que puede ser digno de decirse. Lo que nos invade en la actualidad no es un bloqueo de la comunicación, sino de las declaraciones sin sentido"[103]. Estamos obsesionados por demostrar nuestra existencia aunque sea haciendo pública nuestra perversidad, potenciando los "rituales de la transparencia"[104]. El arte moderno lanza su último cartucho en una dilatada "desaparición" en la que pretende recuperar el poder de lo fascinante y lo que realidad ocurre es que los gestos quedan presos de la comedia de la obscenidad y la pornografía: "la obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen. En materia de imágenes, la solicitación y la veracidad aumentan desmesuradamente. Se han convertido en nuestro auténtico objeto sexual, el objeto de nuestro deseo. Y en esta confusión de deseo y equivalente materializado en la imagen (...) reside la obscenidad de nuestra cultura"[105]. En la actualidad proliferan las figuras de la obscenidad y las habitaciones, los procesos sexuales, la revelación de lo traumático o la ambivalencia (gozo-padecimiento) del narcisismo, están generando un cierto manierismo.
Tengamos presente que para Freud la perversión no es subversiva, es más, el inconsciente no es accesible a través de ella. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. “El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la “cuestión quemante”, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente”[106]. Zizek sostiene que, en la era de “declinación del Edipo”, en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto “perverso polimorfo” que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. En esta voluntad, extraña, de inculcar la falta (junto a la ambigua fascinación respecto de la herida), reaparecería no sólo la sexualización cuanto una modulación de aquello que Kant denominara sentimiento sublime (aquella mezcla de placer y repugnancia o terror). Pero puede que entonces ese Otro de la histeria quede investido de los arcaicos fulgores de lo numinoso.
La opinión común da por sentado que el sistema nos sumerge en un torrente de imágenes del horror que nos vuelve insensibles a la realidad banalizada. “Lo que nosotros vemos en todas las pantallas de noticias televisadas es el rostro de los gobernantes, expertos y periodistas que comentan las imágenes, que dicen lo que éstas muestran y lo que debemos de pensar de ellas. Si el horror está banalizado, no es porque veamos demasiadas imágenes de él. No vemos demasiados cuerpos sufriendo en escena, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos incapaces de devolvernos la mirada que les dirigimos, cuerpos que son el objeto de un habla sin tener ellos mismo la palabra”[107]. La charlatanería es entrometida o, para ser más preciso, usurpa el tiempo y el espacio en el que podría, tal vez, enunciarse algo con un mínimo sentido. Tenía, antes de la época del definitivo empantanamiento, Bartleby para reiterar sus negativas: “I want nothing to say to you”[108].

Riesgo con red.
Hace 50 años se realizó uno de los actos decisivos del arte del espacio moderno: Yves Klein saltó al vacío. En Dimanche del 27 de noviembre de 1960 apareció la famosa foto sobre la que hay un titular enfático: “UN HOMME DANS L´ESPACE!”. Según cuenta Sidra Stich todo comenzó en el mes de enero ese mismo año cuando este karateka (cinturón negro cuarto dan) ejecutó una “demostración práctica de levitación”[109] a la que, como suele ser habitual, llegó tarde el crítico de turno que no era otro que Pierre Restany. A falta del testigo crucial tenía un tobillo torcido como prueba del delirio. La proeza “invisible” fue, todo hay que decirle, tomada con cierto pitorreo por los colegas del artista que decidió repetir el arriesgado “vuelo” en la Galería Rive Droite donde los presentes parece que vieron cosas variadas: unos declararon que saltó sobre una mesa mientras otros sostenían que se lanzó escaleras abajo. Lo cierto es que un hombro seriamente dañado que tuvo vendado durante meses justificaba la verborrea de Klein. Finalmente a mediados de octubre, desde siete metros de altura en el número tres de la calle Gentil Bernard en el suburbio parisino de Fontenay-aux-roses, realizó la acción documentada fotográficamente por Harry Shunk.
A finales de los sesenta Paul McCarthy ejecuta el que considera su primer performance que no es otra cosa que una “versión” de la heroica caída de Klein mientras que Tehching Hsieh también intentaba la proeza en Jump Piece con el resultado de dos tobillos rotos. Como si hubiera una epidemia del batacazo, Bas Jan Ader amplió el repertorio arrojándose desde un árbol o en bicicleta a un canal. Tal vez no estaban al corriente de que el gesto místico-alquímico de Klein era un perfecto montaje: unos judokas sostenían una red para que el admirador de Bachelard no se rompiera la crisma. Al final de Arte de Yasmina Reza, tras discutir acaloradamente sobre un cuadro en blanco que llega a ser calificado como una mierda, resulta que alguien encuentra un sentido: eso que parece nada representa “un hombre que atraviesa un espacio y desaparece”[110]. En la zona astutamente “borrada” del salto al vacío aparece un ciclista que en realidad no estaba allí. Ese hombre que pedalea de espaldas a lo artístico es el punctum que me toca.
Debajo de la foto que hoy contemplamos como “canónica” hay un texto que no tiene desperdicio y, por tanto, merece la pena citarlo: “Hoy, el pintor del espacio debe internarse de verdad en el espacio para pintar, pero sin trampas ni trucos, y sin aeroplanos, paracaídas o cohetes. Debe ir allí mismo con una fuerza individual y autónoma. En una palabra, deber ser capaz de levitar”[111]. Klein tenía la desfachatez de emplear palabras como “honestidad” o “verdad” e incluso entre paréntesis advertía que su levitación dinámica se hacía “con o sin red, arriesgando su vida”. Si conseguimos escapar de la mistificación hagiográfica podremos ver con claridad que el Teatro del Vacío es un fake y que aquella “existencia eterna” que buscaba el artífice de las antropometrías (realizadas con mujeres desnudas) mientras vestía con el traje impecable del farsante cabal no era otra cosa que una forma astuta del marketing. Du vertige au prestige, por emplear los términos estrictos de ese “proceso mítico”.
El proyecto estético contemporáneo consistiría, en muchas ocasiones, en el “esfuerzo” de etiquetar lo impalpable, como si lo decisivo fuera un perfume (aquel Aire de París duchampiano) o un look asimilado solo por escasos iniciados. Desde el teatro del vacío de Yves Klein a la exposición The Big Nothing (Institute of Contemporary Art de Filadelfia, 2004) o a la última Bienal de Sao Paulo, en el arte contemporáneo se advierte una pasión por lo incorporal y furor casi religioso por el vacío. Con todo, a veces los intentos de convertir el vaciamiento, el silencio o la renuncia en algo heroico o incluso en un paso a la vida pueden terminar por ser patéticos. Ya no estamos, en apariencia, en las trincheras: ha triunfado la decepción. Y, sin embargo, en el arte todavía queda un rastro compulsivo que lleva a que lo real parezca que huye ante un ataque inminente. Con el llamamiento generalizado a no desentonar, Lo decisivo es componer un magistral camuflaje en la insignificancia: ser un cualquiera. Aquí está cimentado lo que llamaríamos el arte de desaparecer.
En mi delirio interpretativo he llegado a pensar que el ciclista que pasa de largo tiene algo que ver con Bartleby, aquel personaje que actuaba, en todos los sentidos, al pie de la letra, como esos performers que, aparentemente, se tomaron en serio el salto de Klein. Siempre hay algo que puede, aunque sea al final de todo, excitar la curiosidad, por ejemplo, un rumor: resulta que cuentan que Bartleby había trabajado como subalterno en la oficina de Cartas Muertas de Washington de donde fue despedido por un cambio de administración[112]. Una carta siempre llega a su destino[113], sobre todo si no ha sido enviada y el secreto, valga esta atmósfera lacaniana, ha sido dejado al descubierto. No es fácil heredar una frase lapidaría: “Preferiría no hacerlo”. Pero es mejor que celebrar ritualmente la impostura o aceptar que no hay otro riesgo que el simulado. No es que nos falte la red o, como suele decirse, brille por su ausencia, sino que el testimonio (escenificado) de la caída atrapa, desde el principio, un amargo vacío.

Belleza grunge.
Nietzsche decía que los desechos, los escombros, los desperdicios no son algo que haya que condenar en sí: “son una consecuencia necesaria de la vida. El fenómeno de la decadence es tan necesario como cualquier progreso y avance de la vida: no está en nuestras manos eliminarlo”. E incluso en medio de su mejor momento, una sociedad tiene que producir basura y materiales de desecho[114]. El arte contemporáneo acarrea y sedimenta materiales para la filosofía de la escatología posindustrial. La estética fascinada por el criadero de polvo y el arte que ha promovido “la tortura artística, la automutilación estética y el suicidio considerado como una de las bellas artes”[115], son cómplices, en la deriva bienalística, con ciertas apelaciones “regresivas” a la belleza. “El retorno de lo Bello –apunta Jameson polémicamente- en lo posmoderno debe verse justamente como una dominante sistémica: una colonización de la realidad en general por formas espaciales y visuales, que es a su vez una mercantilización de esa misma realidad intensamente colonizada en una escala mundial”[116]. La belleza que, en la época de la transgresión convertida en norma, “no es ya un espectáculo o un objeto de contemplación, sino una performance”[117].
La afirmación demenciada del sujeto, a la manera del slogan de L´Oreal “Porque yo lo valgo”, es un mecanismo compensatorio en la cultura del casting permanente. Si el arte, como sugiere Michael Asher, surge del fracaso[118], la belleza glamourosa no puede ocultar su preocupante anorexia. Kate Moss, centro de polémicas “de moda”, fue “esculpida” en el año 2000 por Marc Quinn en un bloque de hielo y expuesta en una suerte de nevera diseñada de forma tal que pudiera disolverse lentamente día a día como una metáfora del carácter efímero de toda actividad. La gente, según el artista, podía respirarla literalmente y “consumir” su belleza. El perfume del arte contemporáneo comienza como aire de París y llega a su conclusión en el marketing de la Obsession[119].

La confesión de Perry Smith.
Una cultura que rechaza su propia memoria está tan abocada a la impotencia como una cultura inmovilizada en la perpetua conmemoración. Freud advirtió que lo consciente y la memoria se excluyen mutuamente. “El recuerdo no es, a menudo, sino una amnesia organizada, un señuelo, un obstáculo a la verdad, más allá de toda exactitud fáctica, una función de pantalla, en suma”[120]. Hasta un criminal despiadado puede sentir asco al recordar una escena trivial, como le sucedía a Perry Smith cuando retomaba aquel instante en el que en vez de reventar una caja fuerte estaba robando un dólar de un modero de juguete. Truman Capote indica en A sangre fría[121] que ese asesino sabía que había hecho algo “imperdonable” pero no era capaz de sentir responsabilidad o remordimiento por ello. En cierta medida, se considera inocente de una oscura manera. Justo antes de ser ahorcado pronunció unas palabras con un hilo de voz apenas audible: “No tendría sentido alguno pedir disculpas por lo que he hecho. Ni siquiera sería apropiado hacerlo. Pero es así. Pido disculpas”. No hay pena ni perdón posible, el dilema de eso que se dice sin sentido (sin sentirlo) es total. Marcuse preguntaba, en las últimas páginas de su ensayo sobre la dimensión estética, si en la sucia buhardilla donde Jack el Destripador trama sus manejos y el horror alcanza su culminación es posible todavía la catarsis o al menos cierta facultad de afirmación. Incluso el grito final de rebelión ha sido sofocado.
A sangre fría es una clave que va más allá de lo que allí se narra, no es únicamente el testimonio de un proceso y de una ejecución, adquiere, en la época de la grabación ininterrumpida de lo real, la proporción de categoría estético-filosófica. No es únicamente una reduplicación aburrida[122] de lo (poco) que (nos) pasa, sino que, como David Foster Wallace sugirió, la megamirada, principalmente televisiva, genera la apariencia autoconsciente de la falta de autoconciencia. “La catástrofe no consiste en la desintegración sino en la reproducción e integración de lo que es”[123]. No hay pausa posible para la escritura del desastre ni ocasión en la que esté de más una imagen cruel. Desde la fotografía de Kevin Carter de una niña del Sudán hambrienta que se arrastra por el suelo al borde del agotamiento mientras que un buitre permanece detrás de ella, esperando la presa[124] hasta la serigrfía de Richard Hamilton Kent State 1970, en la que aparece Dean Kahler disparado y paralizado por su propia Guardia Nacional durante las protestas por la guerra de Vietnam en la universidad, se impone el literalismo de lo atroz.
Cuando Alex, el protagonista de La naranja mecánica, es sometido a la primera sesión del Tratamiento Ludovico, con la proyección de escenas de brutal violencia, hace el siguiente comentario: “La primera película es muy buena. Una de ésas al estilo de las que hacen en Hollywood. Es curioso que los colores del mundo real sólo parecen verdaderos cuando los videamos en una pantalla”. Lo natural es la violencia, lo raro y desconcertante lo artístico[125]. Las famosas imágenes del atentado del World Trade Center eran conectadas, por el público planetario, con lo que habían visto en el cine sin tener apenas conciencia de que el imperio no solamente contra-ataca sino que masacra vilmente urbi et orbe[126]. El estado, a la manera weberiana, tiene el monopolio para el uso legítimo de la violencia, define al terrorista y transforma sus reacciones desproporcionadas en “guerra justa”. Lo único que le importa a la “conciencia imperial”, experta en des-información, de que lo único que importa es imponerse[127] y, para ello, necesita, entre otras cosas, mantener anestesiado al auditorio, videando, a la manera del gamberro que viola al ritmo de Singing in the rain, los “colores del mundo real”, transmutando la sangre en ketchup.
“Las imágenes del arte no proporcionan armas para el combate. Contribuyen a diseñar configuraciones nuevas de lo visible, lo decible y lo pensable; y, por eso mismo, un paisaje nuevo de lo posible. Pero lo hacen a condición de no anticipar su sentido ni su efecto”[128]. Lo épico es lo que corta o rasga el velo, eso que desactiva la mistificación, pero aquello que prolifera en el presente son las cantinelas que abren el cortejo de lo insignificante[129]. Ilusorias terapias de grupo y el síntoma alejandrino (la estetización de la existencia y la tendencia a lo conmemorativo: Faro, Museo y Biblioteca, sintetizados en el paradigma de la Bienal) impiden la emergencia de lo imprevisto, aunque eso no impide que lo catastrófico aparezca “simulado”. Otto Mühl, llevado por el delirio furioso, consideraba que todo merecía ser expuesto, hasta la violación y el asesinato que forma parte integrante de la sexualidad: “En mis películas futuras, los humanos serán masacrados. Masacrar humanos no debe seguir siendo un monopolio del Estado. Será pronto una obligación ética saquear los bancos cargarse al azar a un lisiado”. Afortunadamente ese asesinato, de tradición surreal[130], ha quedado en suspenso o, para ser más preciso, lo tremendo (para)sacrificial ha sido suplantado por la verborrea que cita a Bataille o a quien sea oportuno para cargarse de tanta legitimidad cuanto sea posible en proporción directa a la escala de la indecencia cínica implícita.
Fredric Jameson diagnosticó, El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, que la inmersión en la esquizofrenia era cómplice con la entronización del pastiche o la moda de la “nostalgia”[131], en un momento en el que el todo vale del kitsch puede travestirse, posteriormente, en el estilo cuáquero, e intentar curarse con el antídoto universal del “menos es más”. La parquedad del nuevo international style[132] acaso oculte que tampoco hay mucho que decir: la mediocridad lujosa como criterio definitivo. A Baudrillard no le faltaba tampoco razón al apuntar que cuando lo real desaparece la nostalgia cobra todo su sentido. En la época de la rebeldía integrada, del exceso asumido, de la accidentalidad (trucada) del reality show, la fobia de lo repetitivo y el miedo a aburrir terminan por provocar lo mismo: el aburrimiento compulsivo. “No es sano –leemos en el best seller de Douglas Coupland Generación X- vivir la vida como una sucesión de pequeños momentos cool aislados. […] O hacemos de nuestra vida una novela o nunca saldremos adelante. […] Por esto, como bien sabemos, lo hemos abandonado todo para venir al desierto, para contarnos historias y hacer de nuestras vidas unas novelas que se sostengan”. La desertificación propia del glamourama no tiene nada que ver con las dead-wall reveries de las que es un pionero Bartleby, “el inquilino inmóvil de una habitación vacía”[133]. Hay innumerables fiestas, variétés, fatrasies[134], sarcasmos en sordina[135], relatos de “asesores” de todo tipo, ocurrencias sin acontecimiento, chistes bastante malos. El letrero funesto en el que leemos “reservado el derecho de admisión” no está pensado para los radicales de toda la vida que saben de memoria la famosa despedida de Guy Debord a Isou y los letristas (“Todo lo que contribuye a mantener algo erguido ayuda al trabajo de la policía”) pero que, por razones tácticas (faltaría más) han perpetrado el complot[136] en franca complicidad con los comisarios. Han conseguido instalarse en la institución, son profesionales del arte de “cuestionar desde dentro”, disponen de una jerga oportuna y extensa, trabajan en red o atrapan en ella lo que pueden. No tengo claro que pillen la gracia de uno de los diálogos enloquecidos entre Groucho y Chico Marx: “¿Qué digo?”, “Diles que no estás aquí”, “¿Y si no me creen?”, “Te creerán cuando empieces a hablar”.






[1] Samuel Beckett: “Pintores del impedimento” en Disjecta. Escritos misceláneos y un fragmento dramático, Ed. Arena, Madrid, 2009, p. 146.
[2] “Hay otro modo de plantear la cuestión, de desplazar las cosas. Otro estilo, otro tempo. Consiste en perder –o, más bien, aparentar perder- el tiempo. Se trata de actuar por impulsos. Bifurcar de repente. No diferir ya nada. Ir directamente al encuentro de las diferencias. Actuar sobre el terreno. Y no es que el Archivio o la biblioteca sean puras abstracciones o no-terrenos: por el contrario, esos tesoros de saber o de civilización reúnen un gran número de estratos en los que podemos seguir, justamente –de un archivo a otro, de un campo de saber a otro- los movimientos del terreno. Pero bifurcar es otra cosa: es moverse hacia el terreno, ir al lugar, aceptar la prueba existencial de las cuestiones que se plantean” (Georges Didi-Huberman: La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Ed. Abada, Madrid, 2009, p. 38).
[3] “Ya sea para llevar a buen puerto una negociación comercial o hacer que las facciones rivales firmen un tratado de paz, para lanzar un nuevo producto o hacer que un colectivo laboral acepte un cambio importante, incluido su propio despido, para diseñar un videojuego “serio” o curar los traumas de guerra de los soldados, se considera que el storytelling es la panacea. […] Constituye una respuesta a la crisis del sentido en las organizaciones y una herramienta de propaganda, un mecanismo de inmersión y el instrumento para hacer perfiles de individuos, una técnica de visualización de la información y un arma temible de desinformación” (Christian Salmon: Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear las mentes, Ed. Península, Barcelona, 2010, p. 34).
[4] “En el invierno de 2001, el Ministerio de Defensa estadounidense anunció la creación reservada, por no llamarla “furtiva”, de la Oficina de Influencia Estratégica (OSI [Office of Strategic Influence]). Puesta bajo control de Douglas Feith, subsecretario de Defensa a cargo de la gestión política, esta oficina, auténtico “Ministerio de la Desinformación”, se encargaba de la difusión de noticias falsas destinadas a influir sobre un enemigo terrorista igualmente difuso a su vez” (Paul Virilio: El accidente original, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2009, p. 37).
[5] Susan Sontag: “11-9-2001” en Al mismo tiempo. Ensayos y conferencias, Ed. De Bolsillo, Barcelona, 2008, p. 115.
[6] Hans Ulrich Obrist: Breve historia del comisariado, Ed. Exit, Madrid, 2010, p. 67.
[7] “En definitiva, la “libertad” artística existe en proporción a la irrelevancia del artista. Mientras que en Dadaísmo el sinsentido fue localizado en la obra de arte de un modo que reflejaba críticamente sobre todo el mismo sentido social, ahora el sinsentido es otorgado al artista, cuyos poderes críticos y creativos se mantienen aislados del efecto social. Como Peter Shjeldahl escribió en el New Yorker (25 de Marzo de 2002) contemplando la Bienal del Whitney: “El arte americano de hoy puede ser cualquier cosa menos necesario”. Son la estructura y la función del artworld las que garantizan el sinsentido de mucha labor artística de hoy. El artworld es una trampa. Al prometer la protección del trabajo del artista ante la instrumentalización comercial de la industria de la cultura, absorve a los mejores, los más brillantes, los más talentosos profesionales de la industria visual y desactiva su poder crítico, haciéndolos impotententes dentro de una esfera pública mayor” (Susan Buck-Morss: Pensar tras el terror. El islamismo y la teoría crítica entre la izquierda, Ed. Antonio Machado, Madrid, 2010, pp. 114-115).
[8] “En la exposición “Arte y Publicidad” del Centro Pompidou en 1991, el visitante encontraba súbitamente en la entrada este panel: “Haga usted una obra de arte con su dinero, enseguida…”. Ese “hacer” consistía en poner un billete o un cheque en la fotocopiadora láser de un “artista” de renombre, tras lo cual el billete era devuelto con un número que garantizaba que era una pieza única. La serialización automática de la unidad: esa desdramatización no habría decepcionado a Duchamp” (Regis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, pp. 208-209).
[9] “Los museos, las bienales y los libros de artes están repletos de obras que denuncian, explican o intentan desfetichizar el papel del dinero en el capitalismo. ¿Pueden los templos y las sagradas escrituras del arte ser desmitificadores? Ya Marcel Duchamp había interrogado en 1919, en su Tzanck Check, un cheque destinado a pagar a su destista, los vínculos entre arte, artistas y dinero fuera de los campos protegidos de la cultura” (Néstor García Canclini: “Arte y fronteras: de la transgresión a la postautonomía” en Coloquios, Ed. Trienal de Chile, Santiago de Chile, 2010, p. 37).
[10] Giorgio Agamben: Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Ed. Pre-textos, Valencia, 1995, p. 72.
[11] Cfr. Christian Metz: El significante imaginario. Psicoanálisis y cine, Ed. Paidós, Barcelona, 2001, p. 82.
[12] Jacques Lacan y Wladimir Granoff: “El fetichismo: lo simbólico, lo imaginario y lo real” en Maud Mannoni (ed.): El Objeto en Psicoanálisis. El fetiche, el cuerpo, el niño, la ciencia, Ed. Gedisa, Buenos Aires, 1987, p. 23.
[13] Sigmund Freud: “Fetichismo” en Tres ensayos sobre la teoría sexual, Ed. Alianza, Madrid, 1972, p. p. 119.
[14] “En un giro radical, la operación materialista-artística quisiera remontar el fetiche a su poder de materialidad no-dialectizada (no-idealizada, no-sublimada, no-teologizada), capaz de violentar la racionalidad práctica alojada en la hegemonía del marginalismo donde deseo y consumo se rigen por la excitación de la utilidad del capital” (Cuahtémoc Medina y Mariana Botey: “En defensa del fetiche” en Fetiches críticos. Residuos de la economía general, Centro de Arte Dos de Mayo, Móstoles, 2010, p. 15).
[15] En el periódico-catálogo de Fetiches críticos hay una apropiación obsesiva de los textos de Bataille, desde la indicación, realizada en la Teoría de la religión, de que “se trata de consumir –o de destruir- infinitamente los objetos producidos” hasta la revisión hagiográfica de la revista Documents (con dos textos de Dwan Ades en torno a esa revista y a la idea de sacrificio) o la traducción de “América desaparecida” donde el fundador del College de Sociologie describe fascinado los rituales sangrientos de los aztecas. La famosa fotografía del matadero de Eli Lotar, con las pezuñas cortadas de las reses, perfectamente alineadas en una esquina de un muro, adquiere, en esta ceremonia citacionista, el sentido “higienizador” que el mismo Bataille estableciera cuando, en su diccionario, habló de una necesidad malsana de limpieza que lleva a las buenas gentes “a vegetar tan lejos como es posible de los mataderos, a exiliarse por corrección en un mundo amorfo, donde ya no queda nada horrible y donde, padeciendo la obsesión indeleble de la ignominia, se ven reducidas a comer queso” (Georges Bataille: “Matadero” en Documentos, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1969, p. 147).
[16] “En el año 34 a.C. el actor griego Polos “produjo un gran impacto” en el papel de Electra de Sófocles cuando sustituyó la urna de atrezzo que debía contener las cenizas de Orestes por una urna que contenía las cenizas de su propio hijo. La irrupción de lo real en escena en el marco de la ficción puede producir un desorden mayor que la mera presentación documental” (José A. Sánchez: Prácticas de lo real en la escena contemporánea, Ed. Visor, Madrid, 2007, p. 176).
[17] “Si el fetichismo es la sustitución de lo natural por lo antinatural, su lógica nos lleva a rechazar la aceptación de la diferencia sexual” (Rosalind Krauss: Lo fotográfico. Por una teoría de los desplazamientos, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2002, p. 200).
[18] Jacques Ranciere: El espectador emancipado, Ed. Ellago, Castellón, 2010, p. 56.
[19] “Con un poco de paranoia, se puede decir que el “arte político”, una actividad doblemente separada del verbo “artear”, es el producto de una conspiración de la reacción represiva. La reacción logra con esto la desactivación del posible impacto de un arte verdaderamente subversivo” (Luis Camnitzer: “Arte y Estado” en De la Coca-Cola al Arte Boludo, Ed. Metales Pesados, Santiago de Chile, 2009, p. 145).
[20] “[…] la disolución del arte en la filosofía implica un tipo diferente de “fin” de ésta, su difusión y expansión en todos los ámbitos de la vida social de manera tal que ya no sea una disciplina independiente sino el aire mismo que respiramos y la propia sustancia de la esfera pública y de la colectividad. En otras palabras, no termina al convertirse en nada sino en todo: el sendero no tomado por la historia” (Fredric Jameson: “¿“Fin del arte” o “Fin de la historia”?” en El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2002, p. 115).
[21] Cfr. Kart Marx: El Capital, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1975, pp. 101-102.
[22] Conviene volver a leer el pasaje en el que Marx habla del carácter enigmático que distingue al producto del trabajo no bien asume la forma de mercancía: “Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre objetos, existente al margen de los productores. Es por medio de este quid pro quo [tomar una cosa por otra] como los productos del trabajo se convierten en mercancías, en cosas sensorialmente suprasensibles o sociales” (Karl Marx: El Capital, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1975, p. 88).
[23] Juan Antonio Ramírez: “Vejación y tortura” en Corpus Solus. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo, Ed. Siruela, Madrid, 2003, pp. 75-76.
[24] “Semprún afirma que el Holocausto SÓLO puede representarse mediante el arte: lo falso no es la estetización del Holocausto sino su reducción a un objeto de reportaje documental. […] Cuando la verdad es demasiado traumática para afrontarla directamente sólo puede ser aceptada bajo la apariencia de una ficción. Un documental directo sobre el Holocausto sería obsceno, incluso ofensivo para las víctimas. Cuando se usa de este modo, el placer de la ficción estética no es una simple huida, sino un mecanismo de supervivencia, una forma de copiado con memoria traumática” (Slavoj Zizek: “Arte e ideología en Hollywood. Una defensa del platonismo” en Arte, ideología y capitalismo, Ed. Círculo de Bellas Arte, Madrid, 2008, p. 28).
[25] Recordemos la campaña de Benetton de 1993 en la que mostraba a enfermos de sida desnudos con las letras del virus VIH inscritas sobre la piel: ¿”Quería expresar la marca su cólera contra la estigmatización –el marcaje- de los enfermos de sida?¿Llamar la atención sobre una enfermedad vergonzosa? En todo caso, con este marcaje del cuerpo, Benetton restableció, sin quererlo, el sentido original de la marca (branding, en inglés), procedente de las técnicas de marcaje e identificación de ganado” (Christian Salmon: Kate Moss Machina, Ed. Península, Barcelona, 2010, p. 56).
[26] “En un periodo de cinco años Burden se hizo disparar, electrocutar, atravesar, cortar, ahogar y encarcelar, no para hacer una gran declaración social, política o religiosa, ni para revelar profundos significados psicológicos, sino simplemente porque él sabía que podía hacerlo” (Paul Schimmel: “Leap into the Void: Performance and Object” en Out of Actions: between Performance and the Object, 1949-1979, Thames & Hudson, Londres, 1998, p. 98).
[27] Sarah Thornton: Siete días en el mundo del arte, Ed. Edhasa, Barcelona, 2010, p. 76.
[28] Cfr. Paul Ardenne: Extrême. Esthétiques de la limite dépassée, Ed. Flammarion, París, 2006, p. 12.
[29] “¿Qué representa la autoagresión? Si tenemos en cuenta a Franz Fanon, podemos definir la violencia política última del “trabajo negativo”, del proceso hegeliano de Bildung, de la autoformación educacional; así pues, la violencia de la sustancia misma del ser del sujeto. Ahí reside la enseñanza de El club de la lucha” (Slavoj Zizek: “Disconformidad en la Democracia” en Brumaria. Arte y Terrorismo, nº 12, Madrid, 2008, p. 191).
[30] “Quizá la fantasía más vivida de los terroristas como clones (y viceversa) es un informe de un tabloide on line Weekly World News que afirma que “los mulás locos de de Irán y Siria” están clonando “bebés terroristas” a partir del “ADN de hombres despiadados de las SS que una vez formaron el cuerpo de guardaespaldas de élite de Adolf Hitler”. Se citan “fuentes” de la CIA (sin identificar) enfatizando que “la parte más insidiosa del plan es que estos asesinos no parecerían árabes y no funcionaría ninguna forma tradicional de identificación para filtrarlos. Esta “armada invencible” de guerreros alemanes “superiores” recibirían formación para hablar inglés con acento estadounidense” (W.J.T. Mitchell: “Clonando el terror. La guerra de las imágenes; del 11 de septiembre a Abu Ghraib” en Brumaria. Arte y Terrorismo, nº 12, Madrid, 2008, p. 87).
[31] Cfr. Crime & châtiment, Ed. Gallimard, París, 2010. Se trata del fantástico libro editado con motivo de la exposición que ha realizado Jean Clair en el Musée d´Orsay de París.
[32] “La traumática intensidad de las imágenes de destrucción [en el atentado del World Trace Center] existían precisamente aquí: tan cinematográficas como aparecieron, eran inintencionadamente actuales, irrefutablemente materiales y reales. Y la realidad embarró el mensaje simbólico” (Susan Buck-Morss: Pensar tras el terror. El islamismo y la teoría crítica entre la izquierda, Ed. Antonio Machado, Madrid, 2010, p. 49).
[33] David Nebreda: “Escritos 1989-1990” en Autorretratos/Autoportraits, Ed. Universidad de Salamanca, 2002, p. 46.
[34] El ensayo sobre lo inmundo de Jean Clair comienza, precisamente, con una “visión” de la obra de David Nebreda: “Al principio, en el primer vistazo echado a la reproducción tal como se encuentra en un libro consagrado a la obra de este artista, se duda de comprender. O bien ya se ha comprendido, pero hemos rechazado aceptar lo que el ojo acaba de ver. Es un rostro. Está enteramente cubierto por una materia amarilla y parda que no deja duda alguna sobre su naturaleza. La cabeza del hombre que ha posado para el documento se ha enterrado bajo un derrumbamiento fecal, un emplaste excrementicio. No es la mascarilla de belleza, verde y viscosa, que se ve, en las revistas femeninas, que cubre el rostro de aquellas que buscan una belleza eterna, es una máscara de infamia, que suscita en nosotros el horror. El principio capital del rostro se ha vuelto anus mundi. El rostro se ha vuelto una cloaca. Es lo que descure Dante, en el canto XVIII del Infierno, cuando penetra la bolgia de los aduladores” (Jean Clair: De Inmundo, Ed. Arena, Madrid, 2007, p. 11).
[35] “Nebreda ha bajado al abismo más oscuro de sí mismo y, tras sufrir peripecias y penalidades indecibles, ha regresado cargado de tesoros. Como joyas rutilantes, resplandecientes ahora en la oscuridad de este mundo sombrío en el que habitamos todos. “No más allá”, parecen proclamar. Desde el fondo de la cueva, desde el interior del capullo de la metamorfosis, desde el cáliz de la Pasión emerge el mensaje de que “aquí ya no queda nada”. Sólo cabe volver a empezar. O mejor aún, resucitar” (Juan Antonio Ramírez: “David Nebreda: sacrificio y resurrección” en Corpus Solus. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo, Ed. Siruela, Madrid, 2003, p. 94
[36] Jean Clair: De Inmundo, Ed. Arena, Madrid, 2007, pp. 24-25.
[37] “En 1989 Bernard Bazile hizo abrir una de las latas de Mierda de artista de Manzoni, “y mostró “no sólo el desfase entre la realidad del contenido (la exhibición de un pedazo de estopa), el imaginario del contenedor (el más impuro fragmento del cuerpo del artista) y la simbólica del conjunto (uno de los más puros momentos de transgresión de las fronteras del arte”: también exhibió la plusvalía así lograda y al final el aumento de valor de la lata de Manzoni abierta por Bazile, vendida por la galería Pailhas de Marsella al doble de precio que la inicial” (Néstor García Canclini: “Arte y fronteras: de la transgresión a la postautonomía” en Coloquios, Ed. Trienal de Chile, Santiago de Chile, 2010, p. 27).
[38] Andrzej Szczeklik: Catarsis. Sobre el poder curativo de la naturaleza y del arte, Ed. El Acantilado, Barcelona, 2010, p. 31.
[39] “Más allá de los roles específicos del sexo, la mujer no da con un fundamento positivo de los femenino, sino que se vivencia como materialización de una negación. Frente a la autoposición del hombre, ella se encuentra como “nada”, frene al sujeto masculino del saber, como sujeto del no-saber” (Christa Bürger y Peter Bürger: La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 335).
[40] “El espacio publico, tantas veces negado a las mujeres, fue el terreno utilizado, sin ambages, por Regina José Galindo. Hacia tiempo que en la performance contemporánea no surgía un nombre que trabajase con los límites, la noción de resistencia y el peligro físico, en una línea conceptual que entronca con la de Ana Mendieta y Marina Abramovic” (Juan Vicente Aliaga: Orden fálico. Androcentrismo y violencia de género en las prácticas artísticas del siglo XX, Ed. Akal, Madrid, 2007, p. 317).
[41] “[Regina José Galindo realiza] una lectura particular de la historia contemporánea del país [Guatemala] filtrada a través de lo confesional” (Anabelia Acevedo: “La performance” en Pasos a desnivel. Mapa urbano de la cultura contemporánea en Guatemala, Ed. La Curandería, Guatemala, 2003, p. 69).
[42] “Disney –declara Gunther von Hagens- no es un insulto para mí. Yo admiro a Walt Disney. […] Nosotros simplemente tenemos diferentes objetos: los parques de entretenimiento se orientan hacia el simple pasatiempo mientras que Köperwelten proporciona adicionalmente conocimiento en el sentido del nuevo concepto de educamiento, esto de es, la combinación de educación y entretenimiento. Este carácter de educamiento es algo realmente nuevo en anatomía y sin embargo es muy importante. […] El ciudadano normal no está interesado en la anatomía de los cuerpos sino en su propia anatomía, en la anatomía de los vivos. Por eso la anatomía tiene que ofrecer una experiencia emocional”.
[43] “Se trataba de una especie de pócima para provocar el cerramiento de algunas lágrimas, las cuales serían recogidas en una cucharilla antes de caer formando una diminuta cascada. El juego fonético de la marca era obvio, con las palabras larme (lágrima en francés), “lagrimal” y “Dalí” fundidas en una sola. En el texto que acompaña el dibujo explicitaba así esta irónica propuesta: “Tres lágrimas lentas dos veces al día disiparán la hormiga solitaria de vuestra melancolía. Resentimiento de no ser recibido en el mundo; amargura de haber malgastado su juventud; decepción por sentirse cada vez más estúpido; prosaísmo de ser aficionado al arte abstracto. ¡Comprad a vuestro farmacéutico el tónico que Dalí ha creado para vosotros!”” (Juan Antonio Ramírez: “Historia de unas lágrimas” en Corpus Solus. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo, Ed. Siruela, Madrid, 2003, pp. 266-267).
[44] Habría que recordar que Paul Watzlawick ya identificó la relaciones patológicas a partir de ciertos patrones lingüísticos contradictorios como, por ejemplo, “domíname” o “se espontáneo”. Para este teórico ese intento de imponer sumisión revela, de suyo, un tipo de problema performado en el lenguaje.
[45] “El cinismo y la pasión, el interés material y el sentir intenso: estos términos se nos aparecen conceptualmente contrapuestos pero imbricados en la práctica” (Eloy Fernández Porta: E®0$. La superproducción de los afectos, Ed. Anagrama, Barcelona, 2010, p. 237).
[46] Cfr. Alain Badiou: El siglo, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2005, p. 194.
[47] “Con la administración especializada, despolitizada y socialmente objetiva, y con la coordinación de intereses como nivel cero de la política, el único modo de introducir la pasión en este campo, de movilizar activamente a la gente, es haciendo uso del miedo, constituyentemente básico de la subjetividad actual. Por esta razón la biopolítica es en última instancia una política del miedo que se centra en defenderse del acoso o de la victimización potenciales” (Slavoj Zizek: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Ed. Paidós, Barcelona, 2009, p. 56).
[48] José A. Sánchez: Prácticas de lo real en la escena contemporánea, Ed. Visor, Madrid, 2007, pp. 124-125.
[49] “Buena parte del arte de performance podría llamarse, de hecho, “Arte del Voto”, al igual que buena parte de la práctica religiosa (el término de Kafka “artista del hambre” no carece de relación)” (Thomas McEvilley: “Arte en la oscuridad” en Adam Parfrey (ed.): Cultura del Apocalipsis, Ed. Valdemar, Madrid, 2002, p. 129).
[50] “Esa fascinación de los teatros por lo real es la misma que conduce a disfrutar con la muerte ajena, con la destrucción, con las guerras en directo, la misma que lleva a aplaudir las ostentaciones del poder político y económico, cada vez más aficionado a las escenificaciones mediáticas, la misma que lleva al perderse ocioso en la espectacularización de lo privado, un sucedáneo de realidad que desvía la mirada de la complejidad del presente, que delega la subjetividad en actores ya no tan desconocidos o que asume cínicamente la colonización de lo íntimo” (José A. Sánchez: Prácticas de lo real en la escena contemporánea, Ed. Visor, Madrid, 2007, p. 223).
[51] “No he llegado nunca a presenciar espectáculo más anti-dramático que el de una obra (subvencionada, bien es cierto) a la que asistí en un pueblecillo vasco: una actriz de lo más bienintencionada, que debía cortarle el pescuezo a una gallina, se obstinó en matar realmente al animal ante los espectadores (a decir verdad, en este gesto no veo tanto una voluntad, aunque sea errónea, de puesta de escena, como un rastro de potlach primitivo: hacemos las cosas de verdad): este gesto real no tenía ninguna eficacia teatral y toda la agonía del ave, expresamente larga, no fue más que un tiempo muerto del espectáculo, tan incómodo como cuando un actor se queda en blanco” (Roland Barthes: “Poderes de la tragedia antigua” en Escritos sobre el teatro, Ed. Paidós, Barcelona, 2009, p. 50).
[52] Roland Barthes: “El Balcón” en Escritos sobre el teatro, Ed. Paidós, Barcelona, 2009, p. 277.
[53] Adam Lindemann: Coleccionar arte contemporáneo, Ed. Taschen, Colonia, 2006, p. 12.
[54] Tobias Meyer en Adam Lindemann: Coleccionar arte contemporáneo, Ed. Taschen, Colonia, 2006, p. 237.
[55] Cfr. Susan Sontag: “Notas sobre lo camp” en Contra la interpretación, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 303-321.
[56] Eleanor Heartney: Arte & Hoy, Ed. Phaidon, Londres, 2008, p. 36.
[57] Cfr. Dominic Molon: “Takashi Murakami” en Vitamin P. New Perspectivas in Painting, Phaidon Press, Londres, 2002, p. 228.
[58] El nombre la empresa remite a una expresión que significa fenómenos incómodos, extraños o perturbadores, cfr. Sarah Thrornton: Siete días en el mundo del arte, Ed. Edhasa, Barcelona, 2010, p. 175.
[59] “Claro que el kitsch siempre habla de sí mismo (Eco), y al situar el comentario (vernáculo) como más importante que la información (metropolitana) logra pasar el mecanismo de sustitución simbólica (colonización) a un plano de relevancia ínfimo. Recurso que nos permitiría no desmentir, al menos en este sentido, a García Canclini cuando afirmaba que el kitsch es “una de las lenguas de la dominación”. Ese modo del kitsch de hablarse a sí mismo, es lo que le emparienta de un modo más profundo al Barroco –y con no poco morbo al Rococó- porque “expresa una búsqueda afectada de formas extraordinarias y cuyo único mérito consiste en la novedad misma que constituye su vicio” (Quatremère de Quincy). Además de que ese “horror al vacío expulsa al sujeto de la superficie para señalar en su lugar el código específico de una práctica simbólica” (Quincy). Porque más que un argumento el kitsch es una operación. Tal vez el argumento del kitsch sea la insistencia en ornamentar “los modos y las formas con que las clases sociales han vivido la vida cultural en relación con sus condiciones de existencia reales como clases subalternas” (Matza)” (Osvaldo Sánchez: “Carnaval, política y kitsch” en Kevin Power (ed.): Pensamiento crítico en el nuevo arte latinoamericano, Ed. Fundación César Manrique, Lanzarote, 2006, p. 505).
[60] “Así que habría que invertir la concepción habitual que opone la profundidad del genuino arte a la superficialidad del kitsch comercial. En realidad, el problema del kitsch es que es demasiado “profundo”, manipula arcanas fuerzas libidinales e ideológicas, mientras que el auténtico arte sabe permanecer en la superficie y sustraerse de su contexto “más profundo” de realidad histórica” (Slavoj Zizek: “Arte e ideología en Hollywood. Una defensa del platonismo” en Arte, ideología y capitalismo, Ed. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2008, p. 40).
[61] “También habría que decir que hay cosas que solo a un artista se le permiten hacen. Si las hiciera otra persona se dudaría de su cordura; sin embargo, un artista puede hacerlas y además ser aplaudido por ello. Socialmente se les han concedido ciertas licencias bajo esa viaje excusa romántica de la locura creadora” (David Arlandis: “Cosas que solo un artista puede hacer” en Cosas que solo un artista puede hacer, MARCO, Vigo, 2010, p. 16).
[62] “Chris Burden pegándose un tiro no es una representación, ni una metáfora, ni hay que reconstruir algún sentido, es Chris Burden pegándose un tiro. Así que, a continuación, la cuestión del absurdo tendría que ver con una negativa a la significación, a la metáfora, al significado. “Eat this shit” [Trágate esto]. Puede estar hecho de humor, pero se separa radicalmente de las características significativas del cómico y de la ironía” (David G. Torres: “Bueno para nada o un imposible, absurdo” en Cosas que solo un artista puede hacer, MARCO, Vigo, 2010, p. 52).
[63] Simón Critchley: Sobre el humor, Ed. Quálea, Torrelavega, 2010, p. 15.
[64] Cfr. Gianni Carchia: “Lo cómico absoluto y lo “sublime invertido”” en Retórica de lo sublime, Ed. Tecnos, Madrid, 1994, pp. 145-180.
[65] Regis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 57.
[66] Susan Sontag: “Los “happenings”: un arte de yuxtaposición radical” en Contra la interpretación, Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1984, p. 301.
[67] Friedrich Nietzsche: La gaya ciencia, Ed. Edimat, Madrid, 1999, p. 28.
[68] “Lo que más me gusta de la comedia es que es la forma de arte más subversiva que existe. Organicé una exposición en el New Museum en 1982 que se titulaba The Art of Subversión [El arte de la subversión], con trabajos que primero me habían hecho reír y luego pensar. El humor puede hacernos cambiar de ideas, tirar un prejuicio de un pedestal con una sola carcajada” (Marcia Tucker: 40 añós en el arte neoyorquino. Una vida corta y complicada, Ed. Turner, Madrid, 2009, p. 240).
[69] “Podría evocarse a Hugo, su novela tardía (1869), quizás la más bella, en todo caso la más cautivadora, El hombre que ríe. Es la historia de un niño abandonado, convertido en inválido por los comprachico, que le han roto la boca de tal forma que han dado a su fisonomía una risa perpetua. Bajo el melodrama atraviesa un angustia real y siempre actual sobre la naturaleza y el sentido del monstruo como redentor del hombre, del horror como camino al bien, de lo repugnante como acceso a lo Bello” (Jean Clair: De Inmundo, Ed. Arena, Madrid, 2007, p. 47).
[70] “El hombre de la capucha apareció por todo el mundo en televisión, en internet, en pósters de protestas, murales y graffitis y obras de arte desde Bagdag a Berkeley. Se volvió tan omnipresente y reconocible que podía introducirse de forma sutil en los anuncios del i-pod del metro de Nueva York, donde surgieron casi de forma subliminal las figuras de bailarines “cableados” llevando unos auriculares de i-pod y el hombre de la caja con los genitales cableados. Dentro de Irak adoptó una función muy específica como reminiscencia y como “réplica” de la Estatua de la Libertad. Un artista mural iraquí, Sallah Edine Sallat, captó esta doble clonación en una pintura mural que empareja al hombre de la capucha con una Estatua de la Libertad encapuchada. La diferencia entre las dos figuras es tan simple como el blanco y el negro; la ropa y la capucha negras del iraqui y la ropa y la capucha blancas (con agujeros en los ojos) de la Estatua de la Libertad, retratada como un caballero del Ku Flux Klan. El brazo de la Estatua de la Libertad está levantado no para sostener la antorcha que atrae a los inmigrantes a América, sino para conectar el interruptor eléctrico conectado con cables a los genitales del prisionero iraquí” (W.J.T. Mitchell: “Clonando el terror. La guerra de imágenes: del 11 de septiembre a Abu Ghraib” en Brumara. Arte y Terrorismo, nº 12, Madrid, 2008, p. 100).
[71] “Cuando, por ejemplo, Donald Rumsfeld sostuvo que publicar aquellas fotografías de tortura, humillación y violación les permitía a ellos “definirse como americanos”, estaba atribuyendo a la fotografía un enorme poder para construir la identidad nacional como tal. Las fotografías no sólo mostrarían algo atroz, sino que convertirían nuestra capacidad de cometer atrocidades en un concepto definidor de la identidad estadounidense” (Judith Butler: Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Ed. Paidós, Barcelona, 2010, p. 107).
[72] “Incluso cuando el presidente [Bush] fue al fin obligado, mientras el perjuicio causa a la reputación del país se extendía y acentuaba en todo el mundo, a emplear la palabra “perdón”, el foco del arrepentimiento aún parecía la lesión a la pretendida superioridad moral estadounidense, a su objetivo hegemónico de traer “la libertad y la democracia” al ignaro Oriente Próximo. Sí, el señor Bush afirmó, de pie junto al rey Abdulah II de Jordania el 6 de mayo en Washington, que lamentaba la “humillación que han sufrido los prisioneros iraquies y la humillación que habían sufrido sus familias”. Aunque, continuó, “lamento igualmente que la gente no comprendiera al ver estas imágenes el auténtico carácter y corazón de Estados Unidos” (Susan Sontag: “Ante la tortura de los demás” en Al mismo tiempo. Ensayos y conferencias, Ed. De Bolsillo, Barcelona, 2008, p. 139).
[73] “La historia circuló en el otoño de 2001: Dino Ignacio, un alumno de secundaria filipino-americano, creaba un collage con Photoshop de Blas de Barrio Sésamo (1970) interaccionando con el terrorista Bin Laden como parte de una serie de imágenes titulada “Blas es malo” colgada en su página principal. […] Tras el 11 de Septiembre, un editor con sede en Bangladesh escaneó la red en busca de imágenes de Bin Laden para imprimirlas en carteles, pósters y camisetas antiamericanas. Barrio Sésamo puede verse en Pakistán en un formato adaptado; así pues, el mundo árabe no conocía a Epi y Blas. Puede que el editor no reconociera a Blas, pero debió pensar que la imagen se parecía bastante al líder de Al Qaeda. La imagen acabó en un collage de imágenes similares impreso en miles de pósters y distribuido por todo Oriente Medio. Los reporteros de CNN grabaron las inverosímiles imágenes de una muchedumbre de enfurecidos manifestantes que marchaban por las calles protestando y coreando eslóganes antiamericanos, y agitando carteles que representaban a Blas y Bin Laden” (Henri Jenkins: Convergence Cultura. La cultura de la convergencia de los medios de comunicación, Ed. Paidós, 2008, p. 13).
[74] “El mundo grotesco parecía corresponder a la visión del mundo experimentada en el estado de desvarío” (Wolfgang Kayser: Lo grotesco. Su realización en literatura y pintura, Ed. La Balsa de la Medusa, Madrid, 2010, p. 309).
[75] Mijail Bajtin: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais, Ed. Alianza, Madrid, 1987, p. 286.
[76] “La unidad de perspectiva de lo grotesco descansa en una mirada fría sobre los afanes del mundo, una mirada objetiva desinteresada que considera la realidad un simple juego de títeres vacío y sin sentido, un caricaturesco teatro de marionetas” (Wolfgang Kayser: Lo grotesco. Su realización en literatura y pintura, Ed. La Balsa de la Medusa, Madrid, 2010, p. 312).
[77] “El viejo y castizo término “serial” […] ha sucedido al americanismo “culebrón”, que quizá sirva para significar el carácter interminable de estas seudotramas que pasan de lo insignificante a lo siniestro, de lo siniestro a lo grotesco y de lo grotesco a lo aburrido” (José Luis Pardo: “Ensayo sobre la falta de argumentos” en Nunca fue tan hermosa la basura. Artículos y ensayos, Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010, p. 99).
[78] Luis Camnitzer: “Hacia una teoría del arte boludo” en De la Coca-Cola al Arte Boludo, Ed. Metales Pesados, Santiago de Chile, 2009, pp. 117-118.
[79] En la famosa polémica en torno a las piezas de Andrés Serrano, concretamente sobre su obra Piss Christ, intervino con furia Jesse Helms, senador por Carolina del Norte, que dijo con toda claridad lo siguiente: “Lo que ha hecho este tal Serrano es llenar una botella con su propia orina y después meter en ella un crucifijo, a Jesucristo en la cruz. La puso sobre la mesa y le sacó una foto… No es un artista, es un imbécil”.
[80] “Se trata de la descripción de la ideología que hace Althusser como un proceso que “interpela a los individuos concretos como sujetos concretos”. La ideología es una “función de reconocimiento ideológico” ejemplificada por varias escenas que Althusser llama “escenas teóricas”. He aquí la primera escena: “Tomemos un ejemplo muy “concreto”: todos nosotros tenemos amigos que cuando llaman a nuestra puerta y nosotros preguntamos “¿quién es?” a través de la puerta cerrada, responden (pues es “evidente”): “¡Soy yo!”. De hecho, nosotros reconocemos que “es ella” o “es él”, abrimos la puerta y “es cierto que es ella quien está ahí”” (W.J.T. Mitchell: Teoría de la imagen, Ed. Akal, Madrid, 2009, p. 34).
[81] Cfr. Jan Hendrick Wentrup: “One-man-party of the driven ego: Jonathan Meese´s literary election manifesto” en Jonathan Meese Revolution, Kestner Gesellschaft, Hannover, 2002, p. 142.
[82] Guilles Deleuze: Pintura. El concepto de diagrama, Ed. Cactus, Buenos Aires, 2007, p. 38
[83] Cfr. Bejamin V. Stuckrad-Barre: “Irratiting Action Art” en Jonathan Meese. Mamy Johnny, Verlag der Buchhandlung Walter König, Colonia, p. 305. Libro publicado con motivo de la exposición de Meese en la Deichtorhallen de Hamburgo en el 2006.
[84] “Meese ha entendido que las pinturas son una protección efectiva contra los fantasmas. Así entiende sus pinturas como una protección contra los fantasmas más peligrosos que son los de la historia” (Fabrice Hergott: “The Silence of Saint-Just” en Jonathan Meese. Mama Johnny, Verlag der Buchhandlung Walter König, Colonia, 2007, p. 311).
[85] “Lo inexpresable no reside en un más allá lejos, en otro mundo, otro tiempo, sino en esto: que suceda (algo). En la determinación del arte pictórico, lo indeterminado, el “sucede”, es el color, el cuadro” (Jean-Francois Lyotard: “Lo sublime y la vanguardia” en Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1998, p. 98).
[86] Jacques Lacan: “¿Qué es un cuadro?” en El Seminario 11. Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1987, p. 123.
[87] Domique Laporte: Historia de la mierda, Ed. Pre-textos, Valencia, 1980, p. 69.
[88] “Pues también para el arte existe un polo de catexis reaccionaria, una sombría organización paranoico-edípico-narcisista. Un uso sucio de la pintura, alrededor del sucio secretito, incluso en la pintura abstracta en la que la axiomática se las arregla sin figuras: una pintura cuya esencia secreta es escatológica, una pintura edipizante, incluso cuando ha roto con la santa Trinidad como imagen edípica, una pintura neurótica y neurotizante que convierte el proceso en una finalidad, o en una detención, una interrupción, o en una continuación en el vacío. Esta pintura que hoy en día florece, bajo el usurpado nombre de moderna, flor venenosa, que hacía decir a un héroe de Lawrence: “Es como una especie de mero asesinato… -¿y quién es el asesinado?... –Todas las entrañas que uno siente en sí de misericordia son asesinadas… -Tal vez la estupidez es asesinada, la estupidez sentimental, sonrió sarcásticamente el artista. –¿Cree usted? Me parece que todos esos tubos y esas vibraciones de chapa ondulada son más estúpidas que cualquier cosa, y bastante más sentimentales. Me da la sensación de que se tienen mucha lástima y mucha vanidad nerviosa”” (Gilles Deleuze y Félix Guattari: El Anti-Edipo. Capitalismo y Esquizofrenia, Ed. Paidós, Barcelona, 1985, pp. 380-381).
[89] “Kunst is totaler stoffwechsel, wie Scarlett Johansson, Stofftier” (El arte es el metabolismo total, como Scarlett Johansson, un osito de peluche” (Jonathan Meese: “Manifiesto de Barcelona” en Euforia_03: Ufo Go Home – Fasching der Kunst Jonathan Meese, Espai Montcada, “la Caixa”, Barcelona, 2008, p. 22).
[90] Hans Ulrich Obrist: Breve historia del comisariado, Ed. Exit, Madrid, 2010, p. 110.
[91] “Y ello porque el museo –entendido no como simple edificio, sino como forma de recorte del espacio común y modo específico de visibilidad- se ha constituido en torno a la estatua desafectada que más tarde podrá acoger cualquier otra forma de objeto, desafectado del mundo profano. Por eso también podrá prestarse, en nuestros días, a acoger a modos de circulación de información y formas de discurso político que intentan oponerse a los modos dominantes de información y de la discusión sobre los asuntos comunes” (Jacques Ranciere: El espectador emancipado, Ed. Ellago, Castellón, 2010, pp. 62-63).
[92] “Parece que la bienal ha llegado a su inevitable final. Pero quizá sea necesario llegar a este final si lo que se busca es un nuevo comienzo. [..] Otra versión del final fue la que propuso Francesco Bonami en su Bienal de Venecia de 2003; al menos, así lo entendimos Obrist y yo mismo mientras preparábamos nuestras secciones. La muestra contenía múltiples muestras: la bienal asiática más extrema, densa e impresionante (comisariada por Hou Hanru), secciones organizadas por artistas (Gabriel Orozco y Rirkrit Tiravanija), una especie de laboratorio en el jardín (Utopía Station, una colaboración entre Obrist, Tiravanija y Molly Nesbit), y otras muchas exposiciones incompatibles que exhibían su propia lógica. Fue un acontecimiento heterogéneo, y en cierto modo fue la Bienal que puso fin a la bienal como forma experimental. Intentaba agotar todas las posibilidades de una sola vez, y llevó la pluralidad tan lejos como pudo” (Daniel Birnbaum: “Epílogo. La arqueología de lo que nos espera” en Hans Ulrich Obrist: Breve historia del comisariado, Ed. Exit, Madrid, 2010, p. 259).
[93] “[…] la barricada atacaba en nombre de la Revoluciónm ¿el qué? La Revolución. […] Al fondo se alzaba la barrera que convertía el callejón sin salida; inmóvil y tranquilo muro; allí no se veía a nadie, no se oía naa, ni un grito, ni un ruido, ni un soplo. Un sepulcro. […] El jefe de la barricada era un geómetra o un espectro. […] Admitiendo que la gigantesca y tenebrosa insurrección de junio [de 1848] hubiese estado compuesta de una cólera y de un enigma, se notaba al dragón en la primera barricada y, detrás de la segunda, a la esfinge. ¿QUÉ HACER EN EL ABISMO SALVO CHARLAR?” (Víctor Hugo, Los miserables, cit. en Jacques Derrida: Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Ed. Trotta, Madrid, 1995, p. 111).
[94] Nicolas Bourriaud: Radicante, Ed. Adriana Hidalgo, Madrid, 2009, p. 6.
[95] Nicolas Bourriaud: Radicante, Ed. Adriana Hidalgo, Madrid, 2009, p. 16.
[96] Nicolas Bourriaud: Radicante, Ed. Adriana Hidalgo, Madrid, 2009, p. 18.
[97] Cfr. Néstor García Canclini: La globalización imaginada, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1999, pp. 145-150.
[98] Cfr. Nicolas Bourriaud: Radicante, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009, p. 14.
[99] Nicolas Bourriaud: Radicante, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009, p. 91.
[100] Cfr. Nicolas Bourriaud: Radicante, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009, p. 92.
[101] Nicolas Bourriaud: Radicante, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009, p. 114.
[102] “A este capitalismo le interesan los cuerpos y sus placeres, saca beneficio del carácter politoxicómano y compulsivamente masturbatorio de la subjetividad moderna” (Beatriz Preciado: Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en “Playboy” durante la guerra fría, Ed. Anagrama, Barcelona, 2010. p. 113).
[103] Gilles Deleuze: “Mediadores” en Jonathan Crary y Sanford Kwinter (eds.): Incorporaciones, Ed. Cátedra, Madrid, 1996, p. 247.
[104] “Tanto el perverso como el neurótico obsesivo se obligan a una actividad frenética al servicio del Otro; no obstante, la diferencia consiste en que la meta de la actividad obsesiva es prevenir el goce del Otro (es decir que la “catástrofe” que teme que se producirá si su actividad cesa es en última instancia la irrupción del goce en el Otro), mientras que el perverso trabaja, precisamente, para asegurar que se satisfaga la “Voluntad de Gozar” del Otro. Por ello el perverso está también libre de la duda y oscilación eternas que caracterizan al obsesivo: él simplemente da por sentado que su actividad sirve para el goce del Otro” (Slavoj Zizek: Mirando al sesgo. Una introducción a Jacques Lacan a través de la cultura popular, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2000, pp. 2001-2002).
[105] Jean Baudrillard: El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 30-31.
[106] Slavoj Zizek: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 264.
[107] Jacques Ranciere: El espectador emancipado, Ed. Ellago, Castellón, 2010, p. 100.
[108] “En este sentido la declinatoria de Bartleby (“No tengo nada que decirle”, I want nothing to say to you) expresa, como todas una petición: reclama el derecho (de los inocentes) a no declarar, el derecho al silencio” (José Luis Pardo: “Ensayo sobre la falta de personalidad” en Nunca fue tan hermosa la basura. Artículos y ensayos, Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010, p. 134).
[109] Cfr. Sidra Stich: Yves Klein, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1995, pp. 216-221.
[110] Cfr. Yasmina Reza: Arte, Ed. Anagrama, Barcelona, 1999, p. 102.
[111] Sidra Stich: Yves Klein, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1995, p. 217.
[112] “Cuando pienso en este rumor no encuentro palabras para expresar las emociones que me dominan. ¡Cartas muertas! ¿No suena a hombres muertos? Imaginen a un hombre propenso, por carácter y circunstancias, a la pálida desesperación… ¿Qué ocupación podría contribuir más a aumentarla que la de manejar constantemente esas cartas muertas y llevarlas al fuego? Porque las queman a carretadas, año tras año. A veces el funcionario extrae del papel doblado un anillo… El dedo al que estaba destinado está, quizá, pudriéndose en la tumba. Un billete enviado en urgente socorro… Aquél al que debía aliviar ni come ni pasa hambre ya. Perdón para los que murieron desesperados, esperanzas para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para los que murieron ahogados por las calamidades… Con sus mensajes de vida, estas cartas van directas a la muerte. ¡Ay, Bartleby! ¡Ay, humanidad!” (Herman Melville: “Bartleby o el escribiente en AA.VV.: Preferiría no hacerlo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2000, p. 56).
[113] “Así, lo que quiere decir “la carta robada”, incluso “en sufrimiento”, es que una carta siempre llega a su destino” (Jacques Lacan: Escritos 1, Ed. Siglo XXI, México, 1971, p. 35).
[114] “Así pues, aquí no basta con hablar de “crisis de la modernidad” si no se dice al mismo tiempo que lo que ha entrado en crisis es la utopía de un mundo sin basura –un mundo ordenado, en el cual cada cosa esté en su sitio-; que la modernidad, a pesar de ser la sociedad del excedente, del despilfarro, del derroche y de la “inmensa acumulación de basuras”, era también la sociedad que soñaba con un reciclaje completo de los desperdicios, con una recuperación exhaustiva de lo desgastado, con un aprovechamiento íntegro de los residuos: la ética protestante del ascetismo y el ahorro también fue afín a la ontología capitalista del derroche” (José Luis Pardo: “Nunca fue tan hermosa la basura” en Nunca fue tan hermosa la basura. Artículos y ensayos, Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010, p. 167).
[115] Paul Virilio: El accidente original, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2009, p. 22.
[116] Fredric Jameson: “¿“Fin del arte” o “Fin de la historia”?” en El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2002, p. 121.
[117] Christian Salmon: Kate Moss Machina, Ed. Península, Barcelona, 2010, p. 74.
[118] “Uno de sus lemas [Michael Asher] es: “El arte surge del fracaso”. Les dice a sus alumnos: “Tienen que probar cosas. No pueden quedarse ahí sentados, muriéndose de miedo de estar equivocados, diciendo “no voy a hacer nada hasta no hacer una obra de arte””. […] Baldessari piensa que la función más importante de la educación artística es desmitificar a los artistas: “Los estudiantes tienen que ver que el arte es hecho por seres humanos iguales a ellos”” (Sarah Thornton: Seis días en el mundo del arte, Ed. Edhasa, Barcelona, 2010, pp. 63-64).
[119] Me refiero a la campaña del perfume Obsession de Calvin Klein que en 1993 realizó Kate Moss, embarcada en una suerte de foto-reality-show con su novio Mario Sorrentino en Jost Van Dyke una minúscula isla del archipiélago de las islas Vírgenes británicas en el Caribe. También han realizado la campaña de ese perfume Richard Avedon y David Lynch, entre otros.
[120] Georges Didi-Huberman: La imagen superviviente. Historia del Arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Ed. Abada, Madrid, 2009, p. 280.
[121] A sangre fría es la famosa novela de Truman Capote que está centrada en la confesión de Perry Smith quien, junto a su cómplice Dick Hickock, una noche de noviembre de 1959, asesinó a los Clusters, una familia de granjeros de Holcomb (Kansas).
[122] “Cada vez hay más registros de lo que la gente hace, por su cuenta. Al menos, o sobre todo en Estados Unidos, el ideal de Andy Warhol de rodar hechos reales en tiempo real –si la vida no está montada ¿por qué debería montarse su registro?- se ha vuelto la norma de millones de transmisiones por internet, en las que la gente graba su jornada, cada cual en su propio reality show. Aquí me tenéis: despertando, bostezando, desperezándose, cepillándose los dientes, preparando el desayuno, mandando a los chicos al colegio” (Susan Sontag: “Ante la tortura de los demás” en Al mismo tiempo. Ensayos y conferencias, Ed. De Bolsillo, Barcelona, 2008, p. 141).
[123] Herbert Marcuse: La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 2007, p. 94.
[124] Esta fotografía generó una gran polémica, en la que se acusaba a Carter de preferir sacar una imagen espectacular antes de auxiliar a la niña; incapaz de soportar la campaña de ataques, Kevin Carter se suicidó. Alfredo Jaar ha realizado una instalación The Sound of Silence en la que toma en cuenta, entre otras cosas, que Carter no era un morboso cazador de la miseria ajena sino que se trataba de un activista comprometido en la lucha contra el apartheid en su país: Sudáfrica. Cfr. Jacques Ranciere: El espectador emancipado, Ed. Ellago, Castellón, 2010, p. 102.
[125] Stanley Kubrick comparte, aparentemente, en La naranja mecánica las teorías de Honrad Lorenz sobre la agresividad innata y citó unas consideraciones de Robert Ardrey para “explicar” el sentido de esa película: “Hemos nacido de monos erectos, no de ángeles caídos y esos monos eran unos asesinos armados ¿De qué vamos a asombrarnos?¿De nuestros asesinatos, genocidios y misiles? No, sino de nuestras sinfonías, por pocas veces que las toquemos, de nuestros tratados, por poco que valgan, de nuestros sembrados, por poco que a veces los convirtamos en campos de batalla, de nuestros sueños, por más que sólo raras veces se conviertan en realidad. El milagro del hombre no reside en cuán bajo ha caído sino a qué altura se ha elevado” (Publicado en el New York Times, 24 de Febrero de 1972).
[126] Ken Neil, en la línea crítica marcada por Noam Chomsky que considera directamente a los Estados Unidos como el principal “Estado Terrorista”, enumera algunas de la acciones perpetradas por los auto-calificados como “guardianes de la democracia”: “la política de sanciones contra el pueblo iraquí inútiles de cara a debilitar a Saddam Hussein pero que causaron la muerte de innumerables civiles; el bombardeo de la planta farmaceútica Shifa en Sudán que tuvo como resultado directo e indirecto la muerte de decenas de miles de hombres, mujeres y niños; […] el ataque con coche bomba de Beirut secundado por Reagan en 1985” (Ken Neil: “Doble trauma: el silencioso arte del terror” en Brumaria. Arte y Terrorismo, nº 12, Madrid, 2008, p. 106).
[127] Convendría recordar una declaración de George Kennan, realizada en 1948, cuando era Director de Planeamiento de Política del Departamento de Estado de Estados Unidos que adquiere, en esta primera década del siglo XXI plena vigencia: “Estados Unidos tiene cerca del 50% de la riqueza mundial y sólo el 6,3% de la población. En esta situación, no podemos evitar ser objeto de la envidia y del resentimiento. Nuestra tarea en el período por venir es diseñar una configuración del relaciones que nos permitan mantener esta posición de disparidad sin un detrimento efectivo de la seguridad nacional. Para hacerlo, debemos evitar todo sentimentalismo y fantasía, y nuestra atención debe estar concentrada siempre en nuestros objetivos nacionales inmediatos. Necesitamos no engañarnos a nosotros mismos de que podemos darnos el lujo del altruismo y de ser benefactores del mundo. Debemos dejar de hablar de objetivos tan vagos e irreales como los derechos humanos, la mejora de los niveles de vida y la democratización. No está lejos el día en que tendremos que manejarnos con conceptos estrictos de poder. Cuanto menos nos veamos obstaculizados por consignas idealistas, mejor”.
[128] Jacques Ranciere: El espectador emancipado, Ed. Ellago, Castellón, 2010, p. 105.
[129] “Los pomposos cortejos de lo insignificante toman el síntoma por remedio. En esta gravedad hay un matiz cómico involuntario. A una cultura que se ha vuelto autista, desvitalizada, se le pide que remedie la pérdida de vitalidad del vínculo social” (Regis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 218).
[130] Cfr. Jean Clair: De Inmundo, Ed. Arena, Madrid, 2007, p. 59.
[131] Nostalgia decorativa que lleva, inevitablemente al pastiche: “La aproximación al presente mediante el lenguaje artístico del simulacro, o del pastiche estereoscópico del pasado, confiere a la realidad actual y a la apertura del presente histórico la distancia y el hechizo de un espejo reluciente. Pero esta nueva e hipnótica moda estética nace como síntoma sofisticado de la liquidación de la historicidad, la pérdida de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de un modo activo” (Fredric Jameson: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Ed. Paidós, Barcelona, 1991, p. 52).
[132] Podemos pensar, sin exageración, en el minimalismo como “la lingua franca del mundo artístico mundial” (Lynn H. Zelevansky: “Lo local y lo mundial: transgrediendo el minimalismo” en No es sólo lo que ves: pervirtiendo el minimalismo, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2000, p. 25).
[133] Cfr. José Luis Pardo: “Ensayo sobre la falta de personalidad” en Nunca fue tan hermosa la basura. Artículos y ensayos, Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010, p. 127.
[134] La única contribución que hizo Georges Bataille en La révolution surréaliste (nº 6, marzo de 1926) fue una selección de fatrasies, poemas sin sentido del siglo XIII que presentaba del siguiente modo: “estos poemas [sin sentido], de los que han sido tomados los siguientes extractos, escaparon al desdén de generaciones como escaparon a la mente de aquellos a los que algún día cegará”. En el cuarto número de la revista Documents, Bataille sustituye el término doctrines, que formaba parte del “descriptor” (Documents: Doctrines, Archéologie, Beaux-arts, Ethnographie), por variétés.
[135] “La verdad de la sátira, obviamente, no se afirma en los términos de la verificabilidad literal, sino que nos advierte del peligro implícito en la concepción de nuestra identidad. Para tener efecto, las señales de alarma han de ser ensordecedoras” (Simon Critchley: Sobre el humor, Ed. Quálea, Torrelavega, 2010, p. 56).
[136] Cfr. Andrea Giunta: “Complot, neovanguardia y post-vanguardia. Imaginarios de la desestabilización” en Coloquios, Ed. Trienal de Chile, Santiago de Chile, 2010, pp. 43-63.

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